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Héctor Esteban

El francotirador

La Utopía de Camps

Soy voyeur. Me entretiene mirar. Desde mi garita de Les Corts, a lo James Stewart en La Ventana Indiscreta de Hitchcock, husmeo entre sus señorías detalles que me dan vidilla entre los mortecinos debates parlamentarios. A pesar de mi ligera miopía, si me esfuerzo siempre pillo algo.

En el último pleno me llamó la atención Francisco Camps. No porque entrara junto a Rita Barberá tarde al debate con Fabra ya en la tribuna, sino porque lo que llevaba en su mano izquierda alimentó mi pasión de mirón. Un libro pequeño de tapa dura, verdes aterciopeladas, manoseado, gastado,  con el marcador de hilo del mismo color y grabado en el lomo con letras de oro el título y el autor.

No tengo ojo de halcón. Lo único que pude leer es: Tomás Moro. Desconozco si era una biografía del teólogo, político y humanista o si era una edición de Utopía, la obra más conocida de este escritor inglés que fue acusado de traición y condenado a muerte por Enrique VIII.

 

Sobre la mesa de Camps, el libro de tapas verdes

Desde la garita me autoconvencí:  Camps llevaba en sus manos la obra de Moro. La que describe su sociedad ideal en una isla ficticia llamada Utopía.

Mientras en el hemiciclo sólo 40 de los 99 diputados seguían el debate sobre la ejemplaridad de los cargos públicos, fantaseé con mi propia utopía para lograr una sociedad más justa y mejor.

Una sociedad en la que sus políticos sean los mejores. Lo más preparados y con sueldos justos. En la que cada decisión que tomen sus gobernantes sea por el interés general. En la que los partidos no sirvan solo para ganar elecciones. Donde los cargos públicos, por la salud democrática de todos, limiten sus mandatos y no hagan de la política una profesión vitalicia.

En la que sea factible que Gobierno y oposición cierren acuerdos para superar la crisis. Donde se unan esfuerzos para buscar salida a los parados. Para que se cree empleo sin que se cuelguen medallas con un debate en el que haya aplauso al consenso. Donde la única meta no sea buscar culpables.

En la que todos los niños tengan una educación igualitaria, en la que el paciente se sienta atendido sanitariamente, donde el dependiente olvide sus muletas. Una sociedad en la que la falta de oportunidades no obligue al exilio de jóvenes más preparados que sus padres.

Donde los bancos y cajas, si es que existen, sean timoneados por gente que sepa leer un balance y no por botarates. En el que una comisión de investigación no sea patética y no provoque vergüenza ajena el desfile de comparecientes.

En la que el jefe de los jueces dé ejemplo y se juzgue a sí mismo, en la que los fondos de solidaridad lleguen a su destino, en la que los portones judiciales no se abran más para unos políticos que comen de caliente con sueldo público. Una utopía en la que a la Justicia sólo se le pida que sea justa y no se manche con Supremas indulgencias.

En la que los ricos sean solidarios con los pobres, en la que la picaresca y el fraude no sea el modus operandi y donde nadie se los lleve a manos llenas.

Sin banderas de unos ni otros, sin pancartas a favor ni en contra, sin piedras ni pelotas de goma. Sin 15-M, sin 20-N.

Donde los reyes sean magos, donde los duques no se lleven la palma, donde los euros no esté manchados de putrefactas aguas y en la que las primas no sean de riesgo.

Yo quiero una isla. No la de Moro, quiero la mía. Donde la convivencia sea pacífica, la moral como bienestar y los bienes, el disfrute de todos. Con un amanecer que nunca más sea dorado

Maldita utopía.


Por Héctor Esteban

Sobre el autor

Periodista. Me enseñaron en comarcas, aprendí en política y me trastorné en deportes. No pretendo caer bien. Si no has aparecido en este blog, no eres nadie.


junio 2012
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