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Mikel Labastida

El síndrome de Darrin

De MacGyver a Jon Snow


 

Yo era consumidor de series mucho antes del boom que se vive con estos productos en la actualidad. Antes de que se estudiasen en las universidades, de que se les dedicase canales temáticos o festivales. A veces parece que las series se inventaron antes de ayer. Pero no. Series hemos consumido siempre, igual que hemos bebido siempre gintonics, hemos tomado tapas y hemos practicado running, aunque parezcan hábitos recién adquiridos en nuestra sociedad.

Mi educación seriéfila, como la de muchos de mi generación, empezó en los años ochenta con las series de dibujos animados que consumimos en nuestra infancia. Ahí está el germen. A menudo se habla de la cantidad de títulos a los que estamos enganchados hoy en día pero nos olvidamos de que ya de niños éramos capaces de seguir varias tramas a la vez. Viajamos con Willy Fog, en compañía de Tico, Rigodón y Romy; padecimos por el ataque de los trolls a David el Gnomo, a su esposa Lisa, y al zorro Swift; adoptamos como ídolo a Ulises, comandante de la nave espacial Odiseus, y a su hijo Telémaco; empatizamos con el gato Burlón, el burro Tonto, el perro Lupo y el gallo Koki y en ningún momento nos extrañó que pudiesen ser trotamúsicos; y registramos de arriba abajo nuestra casa en busca de rincones donde pudieran esconderse diminutos.


Estas series iniciáticas nos enseñaron a fidelizar con una historia, a encariñarnos con unos personajes, a manejar distintas tramas, a distinguir entre roles y a detectar conceptos básicos de la ficción, como el de los amores imposibles o la tensión sexual no resuelta (D’Artacán y Julieta, Willy Fog y Romy…). Cierto es que existe una diferencia abismal entre esos títulos y los que consumimos ya de adultos, pero insisto en aquellos ya nos adentraban en sensaciones que hoy en día experimentamos. ¿Acaso no sufrimos capítulos y capítulos en los que Marco no conseguía encontrar a su madre? ¿No sentíamos rabia por lo mal que lo pasaban Heidi o Candy? ¿No fue la de ‘Dragones y mazmorras‘ la primera cancelación de una serie que lamentamos?

Tenemos en un altar personajes televisivos del último siglo como Tony Soprano, Ruth Fisher, Omar Little o Walter White, pero no son menos emblemáticos otros de producciones de los ochenta como Jessica Fletcher, Magnum, Hannibal Smith o Michael Knight. Eran personajes que nos fascinaban y ojalá hubiésemos podido indagar más en sus personalidades, pero nos conformábamos con la información que se deslizaba en cada episodio. O como mucho lo que podíamos leer entre líneas si alguna revista o periódico publicaba una entrevista con el actor o actriz que lo interpretaba y este añadía algún dato que desconocíamos. Como la mayoría de títulos en aquella época contenían capítulos autoconclusivos no había mucha opción de profundizar mucho. Lo que hubiésemos dado entonces porque abundasen más los cliffhangers (o finales en suspense). Sabíamos lo justo. Hemos pasado de protagonistas a los que conocíamos a grandes rasgos, como a MacGyver, a los actuales, de los que tenemos noticias prácticamente cada día. Tómese el ejemplo de Jon Snow, de quien no hemos parado de recibir información y hacer especulaciones desde el pasado mes de junio. Y lo que nos queda hasta abril…

 

Posiblemente el primer producto que provocó en España el fenómeno fan fue ‘V‘. Ríete tú de lo que sucedió con ‘Perdidos‘ o de lo que ocurre hoy en día con ‘Juego de Tronos‘. Y eso que entonces no había internet… Pero a esta circunstancia ya volveré más adelante. Jugábamos a ser extraterrestres, nos disfrazábamos como ellos, los imitábamos comiendo y coleccionábamos todo tipo de objetos y cromos relacionados con la serie. La vida se paralizaba los sábados por la tarde y nos quedábamos, al finalizar cada capítulo, en vilo hasta la semana siguiente. Y sólo deseábamos que llegase el lunes para poder comentarlo con nuestros compañeros de clase. El patio del colegio era lo más parecido a un twitter que teníamos, sin posibilidad de bloquear nada, eso sí.

En nuestra adolescencia no sólo nos enganchamos a títulos juveniles, también seguíamos con interés producciones destinadas al público adulto. Como entonces normalmente en cada casa había solo una tele y no existían otras pantallas (móviles, ipads, ordenadores) consumíamos de todo sin discriminación. Lo mismo veíamos títulos venezolanos como ‘Cristal‘ que americanos como ‘Dinastía‘ o ‘Dallas‘. Estas últimas solían estrenarse en España con mucho retraso respecto a su emisión en Estados Unidos y sin respetar escrupulosamente la división por temporadas. Pero como no lo sabíamos, vivíamos en la ignorancia, no nos lamentábamos. TVE adquiría lotes y en ocasiones enlazaba tandas de capítulos sin cortes entre ellas y otras veces realizaba interrupciones eternas. Y nos quedábamos en ascuas hasta que se estrenaban más capítulos. Todo el público accedía a los episodios de manera simultánea y era extraño que se filtrase alguna información de lo que se iba desvelando en la emisión en Estados Unidos. Así pasamos meses sin saber el autor del disparo contra JR; a quién había matado Julia, la hija de Angela Channing; o si Blake Carrington había perdido de verdad todo su imperio en Denver. No existían los espoilers, ese es un problema reciente del primer mundo… Esta situación parece inimaginable hoy en día en que hemos pasado al caso contrario, a tomar todo tipo de precauciones para evitar enterarnos del desarrollo de un argumento.

 


Somos seriéfilos desde antes de ‘Los Soprano‘, de ‘Homeland‘, de ‘Mad Men‘ o de ‘The Walking Dead‘. Incluso desde antes de ‘Twin Peaks‘ o de ‘Expediente X‘. Lo somos gracias a títulos como ‘Alf‘, ‘Los problemas crecen‘, ‘El pájaro espino‘ o ‘Remington Steele‘, entre otros muchos. Estas fueron el caldo de cultivo de nuestra afición, las que nos inocularon el virus. Si cuando veíamos algunas de estas últimas nos hubiesen preguntado qué desearíamos ni en nuestros mejores sueños habríamos vislumbrado una situación respecto a las series como la que vivimos ahora. Alguien quizá habría pedido poder acceder a nuevas temporadas sin aguardar siglos. Otros desearían disponer de material adicional a los capítulos o la posibilidad de comentar las tramas con otros seguidores. Y a algunos otros les encantaría tener la posibilidad de ver cada episodio cuándo y cómo quisieran, sin esperar al día en concreto en que se emitía en una cadena. Ahora tenemos eso y más.

Hay quien no entiende el consumo de series de otra manera a como se hace ahora, pero ser seriéfilo también era posible hace unas décadas. Nos enganchábamos igual, elucubrábamos en corrillos más pequeños sobre el futuro de los personajes y adquiríamos el merchandasing que regalaban las revistas de la época. No había más.

 


Los seriéfilos de los ochenta vivimos ahora un sueño, como si alguien hubiera escuchado nuestros deseos y plegarias durante años y los habría hecho realidad todos en este momento. Internet es responsable. No descubro nada si digo que esta herramienta ha cambiado nuestra vida por completo en muchos aspectos. En los productos de ocio ha tenido una incidencia brutal, pero quizá el caso más significativo sea el de las series de televisión. Internet ha propiciado un acceso más sencillo (y gratuito) a películas, música y libros, pero en realidad estos productos no han variado demasiado. Ha cambiado la industria que los genera, la producción, la distribución y sobre todo el margen de beneficios alrededor de ellos.

Con las series la transformación ha sido enorme. Se ha variado el acceso a ellas, la manera de verlas y de compartirlas, los foros de opinión y la incidencia en su desarrollo. Y este cambio ha repercutido en los productos, existe mayor variedad temática y más libertad tanto en los argumentos como en el tratamiento. Se han conquistado distintos públicos, se ha abierto el negocio, han entrado nuevos agentes. Era un producto con un potencial poco explotado. La música, el cine o la literatura no han vivido esta mutación, han cambiado las modas o las tendencias pero la eclosión no ha sido semejante. Porque la diversidad musical, cinematográfica o literaria no tenía nada que ver con la de las series. Estas estaban más encorsetadas y marcadas por un patrón, que muy pocas se saltaban. Ahora lo normal es que se lo salten y cuanto más mejor. Los nuevos modelos de consumo han modificado el producto en sí, lo han mejorado y han provocado la proliferación de opciones. Han crecido tanto que incluso han trascendido al propio medio que las vio nacer, la televisión. Ahora esta es un mero elemento más, pero en ningún caso imprescindible para el consumo de ficción. Igual que no toda la música se escucha en el tocadiscos ni todo el cine se ve en pantalla grande. 

No lo hubiésemos creído si alguien nos llega a decir hace unas décadas que algún día veríamos propuestas como ‘Aquellos maravillosos años‘, ‘Luz de luna‘ o ‘Fama‘ tumbados en nuestra cama con una pequeña pantalla, de viaje o mientras vamos en autobús al trabajo; que con solo pulsar un botón accederíamos al siguiente episodio; o que podríamos discutir sobre el final de un capítulo con alguien tan fan como nosotros aunque estuviese a 100 kilómetros de distancia y no lo conociésemos de nada. Ni tampoco que se fuesen a producir tantos títulos y tan variados, de forma y de fondo. Internet obró el milagro.

Pensaba en todo esto mientras preparaba una mesa redonda, en la que participaré, sobre nuevas modalidades de ficción televisiva, y en la que estarán presentes Concepción Cascajosa y Anna Tous. La cita será el miércoles 25 de noviembre a las 12 horas en la Facultad de Filología de Valencia dentro del VII Congreso de Comunicación Digital.

 

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Sobre el autor

Crecí con 'Un, dos, tres', 'La bola de cristal' y 'Si lo sé no vengo'. Jugaba con la enciclopedia a 'El tiempo es oro' imitando al dedo de Janine. Confieso que yo también dije alguna vez a mi reloj: "Kitt, te necesito". Se repiten en mi cabeza los números 4, 8, 15, 16, 23, 42. Tomo copas en el Bada Bing. Trafico con marihuana en Agrestic y con cristal azul en Albuquerque. Veo desde la ventana a mi vecino desnudo. El asesino del hielo se me aparece en cada esquina y no me importaría que terminase con mi vida para dar con mis huesos en la funeraria Fisher.


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