En las últimas semanas Sherlock Holmes me había invitado a convertirme en su próxima víctima y Julia Roberts me había dado calabazas. Demasiadas emociones y demasiado estridentes para un cuenta-historias al que simplemente le gusta hacer de malabarista en la cocina. Necesitaba desconectar: un día de campo, oler a mata de tomate, una pizca de sol de invierno y dejar fluir las tensiones con la misma delicadeza que una bailarina de Degás. “¡Un arroz verde con minué!” -deduje- “¡Eso necesito!”. Fue pensado y hecho. A lo fallero (pensat i fet). Del brazo de la bailarina de Degás, di rienda suelta a mi imaginación y me trasladé al campo de amapolas en Argenteuil que pintó Monet y me vi, tras una buena comilona, retozando sobre la hierba, como pintó Manet. Fue así como me puse el delantal y empecé a pintar. Perdón, a cocinar.
Di tres golpes con la cuchara de madera sobre la mesa y mi orquesta de ranas y cigarras, con Pepito (Pepito Grillo) como director, empezó a hacer sonar un minueto de Bach. Minueto en G Mayor. “Chicos, a trabajar”, grité por la ventana. Desde el huerto que tengo entre las nubes más fértiles de El País de las Gastrosofías empezaron a llegar guisantes, habas, ajos tiernos, cebolletas, alcachofas, tomates…
Descolgué el teléfono y llamé a mi carrasca particular, que habita en la tierra donde los jabalíes son como mamuts. “Necesito rebollones. Sí, ya sé que no es temporada pero aquí todo es posible”. Para mi disgusto, no lo fue, aunque por arte de birli birloque los conseguí. “Conservas Caracoles Valencia. ¡Excepcionales!”. Mi carrasca me envió un ramito de romero para compensar y, por su cuenta, aparecieron en la sala de operaciones el aceite de oliva, el azafrán, la sal… ¡y un saquillo de arroz!l
Los guisantes echaron a correr hacia la paella, pero las bailarinas de Degàs, vestidas de alcachofa, intentaron impedir el paso. “¡Alto! Nosotras primero; somos más carnosas y excepcionalmente hermosas”, aseguraron ante la cara de sorpresa del resto de compañeros de fatigas. “Adelante, las damiselas primero”, aseguraron entre risas verduras y hortalizas. Ellas se deslizaron dando pasos de ballet sobre el aceite incandescente: demí coupé, pas élevé. Desde el cielo, con mi mano convertida en tormenta invernal, empezó a caer un diluvio de sal. Tras ellas saltaron las habas, pequeñas y revoltosas; los ajos, más tiernos que Mimosín, y los guisantes, que rodaban sobre la paella como los saltimbanquis del Cirque Du Soleil.
En mitad de la fiesta, llegó el momento de la diversión. Un buen tomate maduro, triturado con ajito y perejil, hizo la delicia de guisantes y habas. Como la Tomatina de Buñol. Y volvió a nevar sal, y el calor del roce les hizo sudar, y la paella se convirtió en una gran bacanal de colores, sabores, aromas… Fue entonces cuando llegaron ellos: los condeduques de la montaña. Un reducido número de rebollones que aterrizaron sobre la paella ante la expectación del resto de la corte. Hubo reverencias y la orquesta volvió a tocar un minué. Fue entonces, en mitad del baile, cuando el diluvio universal se apoderó de todos ellos, y el fuego cobró intensidad, y la fiesta se tiñó de azafrán, y empezaron juntos, todos a una, a dejarse llevar por un fino borboteo. “¡Borboteo general!”, gritaban.
Nació así un caldo espectacular, con sabores a huerta y a montaña, al que después, un buen puñado de minutos después, se sumó la estrella del espectáculo. Su majetad imperial el Arroz. Busqué el punto de sal y cuando todo iba rodado, culminé la obra con una sauna total: paella al horno para el final con una ramita del romero. Un tiempo después, con las cigarras tocando ahora un adagio muy ceremonial, el arroz y su corte real se pusieron a reposar. Y cuando el vapor que desprendía se perdió entre la nada de mi cocina, descubrí sobre la paella, a las bailarinas de Degás en los brazos de los nobles del rebollón. Juntos de por vida entre la magia pertendida de un arroz impresionante. Perdón, debería decir impresionista. Una paella verde al minué que parecía hecha con el aliento del genio de Manet.