NOTA DEL CUENTA-CHEF:
Míster Cooking emprende sus aventuras bajo el sol. Dos meses volando de lado a lado dejándose querer por mesas seductoras, tentaciones sazonadas y propuestas exóticas. De lo que le va a acontecer, de sus vivencias y descubrimientos, te hablará desde hoy en este diario íntimo en el que no faltarán platos que te hacen subir las palpitaciones, menús que rebozan las emociones e insospechados viajes de mantel en mantel. Manteles, a fin de cuentas, sobre los que almas desnudas acabarán abrazándose entre guisos de libertad.
M R C O O K I N G TE P R E S E N T A:
Prólogo: La chequera de los sueños despeinados. Capítulo 1: ‘Sophistiqué’, Café de Las Horas.
Próximo Capítulo: Bastela, la tentación de Dukala.
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P R Ó L O G O
L A C H E Q U E R A D E S U E Ñ O S D E S P E I N A D O S
“Soy capaz de resistir todo menos la tentación”
Óscar Wilde
Me puse la margarita de cartón en la solapa y desempolvé la chistera plegable de verano. Esa de la que saco igual dos copas para brindar que unos versos de Sabina (Joaquín) para pensar (u olvidar): “Y si protesta el corazón en la farmacia puedes preguntar: ¿¿Tienen pastillas para no soñar??”. Ya sabes, a lo Johnny Depp en Alicia en el País de las Maravillas…
Activé el altavoz con forma de caracol y avisé a las sirenas que ya voy. Como cada verano. Siempre la misma canción: “¡Amigos y amigas, que Cooking se lanza a comerse el sol!”. Saqué el delantal volador. El de neopreno, que es el que va más veloz. Le pasé la revisión (ITV Gastro), le puse un Elvis de los que mueve la pelvis a medida que aprietas el acelerador y coloqué en la guantera mis gafas ahumadas (a lo Woody Allen, ¡cómo no!), mi chequera de sueños despeinados y mi preciado juego de cubiertos encantados.
¿No conoces mis cubiertos? Parecen normales, pero no lo son tanto. Un cuchillo que cuando lo deslizas sobre la espina de un salmonete suena como si fuera un violín; un tenedor cuyas púas bailan sobre el mantel al son que tú le des (como los pies de Fred Astaire en Papá piernas largas o cualquier película de él que le guste a usted), y una cuchara-caligráfica que sirve para escribir sobre un mantel historias de un país en la que los relojes son los platos marcando el paso (o el sorpaso), las flores son de calabacín (y huelen a gazpacho) y la vida transcurre al ritmo de un ‘pil pil’.
Con todo esto preparado, empecé mi viaje del verano. Un viaje que ahora te narro, repleto de amores repentinos y extraordinarios. Historias de un espía enamoradizo bajo la ley del sol, atado al influjo de la luna y entregado a los placeres descarnados del mundo de la gastronomía. Historias de un zampagrullas en la lonja del corazón. Historias íntimas de un superagente al que le conquistó la diosa de las cazuelas y todo entró en ebullición. Historias, mi querida diosa de la Gastrosofía. Historias, querida G.
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“Lo bello vale tanto como lo útil”.
Víctor Hugo
Querida G:
Era final de la tarde. Ya sabes, esas tardes de julio que no parecen tener fin porque el sol se resiste (a vida o muerte) a partir. Miré en el interior del café y sentí estar ante un lienzo de Caravaggio. El local parecía un bodegón del pintor italiano, repleto de claroscuros y, al tiempo, muy sofisticado. Un inmenso y trepidante bodegón. Atravesé la puerta y, en ese instante, sentí estar cruzando la frontera del tiempo. Como colarse en la esfera de un reloj que sólo marca los minutos del ayer mientras tú vives en un presente relajado, sereno, casi paralizado. Me gustó. Luces tímidas, música que te abrazaba, el olor a madera vetusta. Estaba en el café de Las Horas y, como un adolescente, creo que me enamoré. Era mi primer amor repentino del verano.
Empezaba allí mi viaje del verano y ya me había enamorado. Soy un tipo -espía con el corazón flojo- tan enamoradizo que, cuando una mesa me enseña sus patitas, siento en el estómago ese revoltijo de mariposas propio de la juventud. El entorno animaba a tener el alma atada al regocijo. La culpa fue quizá, precisamente, de aquella pequeña mesa que, con su guiño melancólico, me atrapó de un zarpazo. O quizá fuera la atmósfera barroca que abrigaba el momento, que cautivó mis pensamientos. Ya sabes lo que decía Víctor Hugo: “La melancolía es la alegría de la tristeza” (o algo similar). Lo cierto es que todo era voluminoso, glorioso, estallido barroco. Rococó valenciano.
Era como ese Versalles de Luis XIV en el que los querubines revoloteaban ante inmensas flores. Pero al tiempo era como un café parisino en el que Lautrec (Toulousse) veía bailar a mujeres de tez colorada y el alma alborotada. Era eso, y también un café para conversar, para escribir, para observar, para dejarse ver, para saborear los tiempos muertos de la vida entre un cóctel, una copa de champán, un simple café.
Cortinas rojas con brocados, lámparas que están llorando, retratos encorsetados, el perfume del pasado, las luces cálidas entonando nanas… “Un cóctel; sirven cócteles; pídete uno”, me recomendaron. te debo confesar que me tentaba a esas horas más una cerveza fresca y unas almendras para alentar el paladar. “En verdad, qué más da. A Las Horas hay que venir para romper el tiempo en pedazos e imaginar; lo de tomar algo viene de la mano”, me dije medio susurrando.
Para mí, querida G., fue una manera especial de empezar esta historia estival. Un encuentro con ese gastro Cupido de verano que me lanzó su primer flechazo. Primer amor repentino por un lugar tremendamente desbordado. Un bodegón de historias. Un estampado. Un ángel decapitado. Sus alas durmiendo a tu lado mientras entre tus manos apuras un Tom Collins algo subido de almíbar sobre el que flota una cereza marrasquina. Como todo en Las Horas. Café de Las Horas.
Seguimos volando, G. Besos, Cooking
Café de Las Horas
P R Ó X I M O C A P Í T U L O:
L A T E N T A C I Ó N D E DU K A L A