Ildefonso Rodríguez
Periodista y doctor en Filosofía
@IRod73
ALBERT SPEER. MEMORIAS
El Acantilado
936 páginas
29 euros
Hay ciertos personajes que mandan a otros escribirles las memorias. Porque ese otro escribe mejor, porque tiene mejores ideas y más fantasía o simplemente porque el interesado no tiene tiempo para tonterías que no den dinero. No es este el caso que nos ocupa. El protagonista de estas memorias tuvo veinte años para escribirlas sin que nada ni nadie le molestara o distrajera, tuvo veinte años para confesar sus crímenes, para confesarse, para hacer un exhaustivo examen de conciencia. Albert Speer, ministro de Hitler, estuvo encerrado en la prisión berlinesa de Spandau desde 1948 a 1968 purgando sus culpas de pertenencia y responsabilidad a un régimen dictatorial y brutal que amenazó con cambiar por completo la historia y la cultura de occidente. Fue el único acusado que no fue condenado a muerte en los juicios de Nuremberg contra los jerarcas nazis. Alguien así, por supuesto, tiene algo que contar, tiene algo que contarnos y algo de lo que explicarse. Sin embargo el interés de estas memorias es indirecto, es decir no nos interesa tanto lo que el autor cuenta de él mismo, al fin y al cabo un gris tecnócrata, funcionario y cumplidor de su deber, sino lo que cuenta de otros, lo que sabe de otros, otros más importantes que nunca pudieron escribir sus memorias porque se suicidaron o fueron ejecutados sin que les diera tiempo a exponer argumentos profundos y reflexionados. En este caso el verdadero protagonista de las memorias de Speer es su valedor, su protector, su guía, su empleador, su jefe: Adolf Hitler.
El arquitecto de Mannheim nos presenta desde dentro, desde la intimidad y el trato diario al mayor tirano genocida que han dado los 5.000 años de historia de la humanidad. La diligencia y competencia en su trabajo abrió las puertas de la Cancillería a Speer que de inmediato quedó cautivado por la personalidad de su jefe, el hombre que dirigía con mano de hierro y entonces un éxito inesperado el destino de Alemania. De diseñarle su despacho personal Speer pasó a convertirse en el arquitecto encargado por el dictador para construir un nuevo Berlín, una ciudad megalómana, desmesurada, acorde con la posición de debía tener el imperio germánico en el año 1950. La mente de Speer se llenó de cúpulas enormes, avenidas interminables, palacios inmensos y estatuas gigantescas a la mayor gloria de los futuros vencedores. Aquel proyecto irrechazable para cualquier arquitecto hizo que Speer le vendiera su alma al diablo y entrara en el círculo íntimo del führer y esto es quizá lo más interesante del libro, la descripción de ese círculo que dibuja como caprichoso, aleatorio, superficial, sin profundidad en las relaciones, una cohorte de aduladores que buscan el favor del poderoso, entrar en su campo visual para que no se olvide de ellos y en el que es muy sencillo caer en desgracia por nimiedades, envidias o simples males de ojo. Tal y como ocurrió con Speer que cuenta de forma patética cómo no dormía por las noches preocupado porque Hitler le ignoraba. Muy interesantes son también las narraciones de los juegos de poder, de los contrapesos, de las influencias y celos que caracterizaban las altas instancias del régimen, todo un tratado de maquiavelismo en versión germánica.
Tan volubles y superficiales eran las relaciones entre los jerarcas nazis que Speer, cuenta él mismo, participó en una conspiración para asesinar a un Hitler cuya palabra era ley en todas las circunstancias desde la arquitectura hasta la guerra pasando por el arte, el periodismo o el simple cuchicheo.
Speer era un hombre atormentado que vivió martirizado por una relación de amor odio hacia alguien que le protegió, le ensalzó y le nombró su ministro de armamentos y que al mismo tiempo estaba llevando a Alemania al desastre absoluto cobrándose en el camino millones y millones de vidas. Speer revela que trató de sabotear desde su puesto de responsable la industria armamentística de su país con la intención de acortar la guerra, la barbarie irracional a la que su propio pueblo estaba siendo sometido por su máximo valedor.
Tras leer sus memorias concluimos que Speer estuvo implicado como responsable en una de las mayores tragedias de la humanidad y sin embargo se trasluce de su lectura que era un hombre inteligente, sensato, que bajo su prisma tan solo cumplía con su trabajo y que trató de hacerlo lo mejor posible para obtener el reconocimiento de sus superiores. Un hombre que amaba a su mujer, a sus hijos, a la naturaleza y que hubiera actuado de igual modo si le hubieran dicho que su trabajo consistía en construir escuelas para niños desfavorecidos u hospitales para ancianos enfermos. Un Speer que pasó de imaginar un Berlín apoteósico nacido de su ingenio a contemplar un Berlín arrasado y destruido por la locura de un iluminado o por la complacencia de aquellos que nunca supieron o les interesaba decirle que “no”.