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Jesús Trelis

Historias con Delantal

EL REY, HEMINGWAY Y LA PEPICA

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Francisco Balaguer y Josefa Marqués se quedarían perplejos si descubrieran que el menú de aquel merendero que montaron a orillas del Mediterráneo se edita ahora en ruso y japonés. La Pepica abrió sus puertas en 1898, el mismo año en que murió Lewis Carroll, el autor de Alicia en el País de las Maravillas. Como ella, como Alicia, el superagente Cooking se mete por la madriguera de este restaurante histórico para descubrir, allí, bajo sus cimientos, la historia de este local mítico y desvelar por qué el Rey Juan Carlos –que ahora se dispone a ceder su corona- se ha convertido en un cliente incondicional de este local que huele a Mediterráneo, a fondo de pescado y a paella de marisco. La Pepica, un clásico –más por su pasado repleto de celebridades que por sus sorpresas gastronómicas- se pone hoy el delantal de las historias para desvelar sus secretos de alcoba. Un delantal muy blanco y almidonado. Como el que lució primero su fundadora, Josefa Marqués. Y más tarde su hija, la querida Juanita Balaguer. Hoy…. Paella Pepica para todos.

 

 

Entré por la puerta principal. Que curiosamente parece de atrás, porque a La Pepica ahora todos entran desde la playa. Saludé al maître. Chaleco negro, pajarita y camisa blanca (como los uniformes de siempre). Le pregunté por Pepe (Pepe Balaguer, para aclararnos, nieto y sobrino de las dos mujeres que fueron cuerpo y alma del restaurante).Está arriba cambiándose”, me contestó. “En un rato bajará”. “Perfecto”, pensé. “Espero”, contesté. Tenía la coartada perfecta para ir deambulando por el local. Mirar de un sitio a otro sin que nadie me pudiera decir nada. “Estoy esperando a Pepe”, era la respuesta si alguien me veía fisgonear. Un espía en la piel de un turista.

 

Entré por la puerta principal. O sea, en La Pepica, podemos decir que es la de atrás.

La entrada por la playa. Por aquí entraban todos. Mira, estaba llena la terraza. 🙂

Decenas y decenas de fotos decoraban las paredes. La mayoría en blanco y negro. Otras, amarillentas de nostalgia. Casi todas, eso sí, hablaban de otros tiempos… “Ahora ya nadie saca las fotos en papel”, me dije mientras miraba a Indurain sonriente. La Duquesa de Alba, Pelé, Kubala, la cantante Rosana y sus ocho lunas, el tenor Plácido Domingo

Me fascinó el suelo. Inmenso. Pensé cuanta gente debe haber transitado sobre él. Y cuantas historias habrá dejado marcadas las huellas de todos ellos. Conté una tesela, otra. Una blanca, otra azul… Seguí sus trazos y zigzageando  mis ojos llegaron hasta unas botas negras, algo malgastadas. Levanté la mirada y… me quedé asombrado. “¡Míster Ernest!”, exclamé. “¿Qué le pasa a usted’”, me interpeló. “¿Ha visto un marciano?”. Me quedé atónito observándole. Unos segundos. Quizás un minuto. “¿No me va a dejar tomarme mi sangría y mi arroz con tranquilidad?”, me refunfuñó ante mi perplejidad.

“He-ming-way, le dije de manera pausada, muy lenta, intentando convencerme de que lo que veía era real. Me acerqué hasta él,  con algo de temor. Pero de pronto, el suelo empezó a desencajarse. A desmoronarse una velocidad tremenda. Se abrió un profundo hueco. Una madriguera crecía y crecía hasta queeee… ooooooooooooooooohhhhh!

Volví en mí al instante. Un sol intenso me cegaba, pero seguía allí. Sí, enLa Pepica. Aunque todo…, todo era del color de la tinta aguada. El color del pasado. Blanco y negro. Sepia. Como antaño. Estaba en La Pepica en blanco y negro. Y sí, Ernest Hemingway seguía allí. Tomando sangría. Junto a él, Blasco Ibáñez, que escribía sobre una servilleta. Y Sorolla, que luchaba con unas cigalas. Antonio ‘el bailarín‘ taconeaba sobre el mantel de  una mesa, mientras Manolete gritaba olé (como a él en Las Ventas). Alfonso XIII observaba distante,  desde una silla de madera malgastada, mientras apuraba un vermú. Ava Gadner cotilleaba con Lauren Bacal. Y Xavier Cugat coqueteaba con una impresionante Abbe Lane que cataba La Malagueña.

Foto de La Pepica.

 

Entonces, un rayo de sol -que se coló desde la terraza, me cegó. Al reabrir los ojos, volvió el color. “Hola, soy Pepe, creía que no ibas a venir…”, me explicó acercándome su mano. “Los espías nunca fallamos“, pensé.

El sol se colaba desde la terraza del restaurante. Estaba llena. Era la hora de comer. Terrible, para un espía hambriento. Todo eran turistas. La mayoría más colorados que un tomate. “Pero ¿qué me dijiste que eras?”. Le expliqué a mi manera que era de los servicios secretos del País de la Gastrosofías –un espía para más señas- y que estaba allí para tratar un tema muy delicado.

“¿Por qué el Rey cuando viene a Valencia casi siempre come aquí?”, le pregunté

Pepe se rió. Me pidió que le acompañara. Iba a decirle que me había parecido ver a Hemingway pero pensé que era mejor ocultar mis alucinaciones. La misión de lo contrario podía peligrar. A la gente seria no le gustan los chiflados. Por muy superagentes que sean. Eso sí, miré por las paredes y me di cuenta que desde allí todos ellos me observaban. “Buenos días, Cayetana“, le dije a la fotografía de la Duquesa de Alba. Ella me sonreía.

Me preguntabas por el Rey”, me dijo Pepe. “La primera vez que vino me contó que su padre le había hablado del restaurante, me explicó. Dicen que Don Juan había ido a comer allí tras visitar al Marqués de Cáceres, que estaba muy enfermo. Y le debió gustar, porque se lo recomendó hasta a su hijo…  Que en su visita a Valencia: allí que fue a parar.

Imagen de 1996. En la imagen Juanita, sus sobrinos y sus parejas. Foto La Pepica.

 

Pero… ¿qué come un Rey aquí?, le interrumpí. La verdad, miraba la carta y todo era como un restaurante más de playa. Eso sí, con una inmensa solera pero…arroces, parrilladas, mejillones, calamares… “¡Oh, quisquilla qué bueno!“, exclamé mientras repasaba la carta.  Pepe fue directo. “El primer día que vino me dijo que quería pescadito frito para comérselo con las manos.  Hubo unas risas, claro. En ese instante, vi pasar una bandeja con pescaditos (precisamente) y se me fue la vista detrás. Y el alma. (Ya te dije que hacer estos informes a esas horas -a las dos-  eran un pecado). “Aquel día, a él le hicimos también la paella Pepica y para la  Reina, la de verduras”, me comentó. (La Reina es vegetariana y su pasión por el arroz de verduras ya lo conoces: El arroz que fascinó a la Reina). Pero  ¿arroz Pepica? Desconecté de mi conversación. Saqué mi Bola/Busca/Paellas (como la Wikipaella de Paco Alonso pero en quiromancia) y empecé a rastrear su historia hasta que… ¡eureka!

La paella Pepica es en verdad la que ya se conoce mundialmente como la paella del Senyoret. Eso es lo que defienden en el restaurante. Dice Pepe Balaguer que todo nació por culpa del pintor que captó la luz del Mediterráneo. “Sorolla tenía problemas para comerse las cigalas, y al final,  las tuvimos que pelar en la cocina. El siguiente día que regresó a La Pepica, le preparamos el arroz con todos los ingredientes  ya pelados…”.

Me encantó la historia y no pude evitar imaginarme al maestro, entre pinceladas y pinceladas, disfrutando de su paella de marisco ¡pelado! Mientras soñaba con esa secuencia, todo a mí alrededor se diluía como una de sus acuarelas. El suelo, de nuevo, se abría a mis pies. Como el papel de plata. Paré de escribir lo que Pepe me contaba. Y observé

La madriguera volvía a engulliiiiirmeeeeeeee!!!!.

Sentí un nuevo golpe. Abrí los ojos. Estaba allí, en mitad de la playa. La brisa acariciaba mi rostro y don Joaquín, sí Sorolla, manejaba con destreza sus pinceles. Tal y como lo representó el añorado Pepe Sancho en la película de Escrivá.

Un momento del rodaje. Foto Juantxo Ribes.

 

Sorolla lee Las Provincias. Foto Damián Torres

¿Me dijiste que te llamabas?”, me perguntó Pepe mientras yo estaba anclado en mi sueño.  “Eeeeh. Cooking,  me llamo Cooking”, le contesté. Él siguió entonces con las historias del restaurante. Historias que no tendrían fin. De hecho podría haber estado con él horas. No en vano, Pepe y sus primos -dos de ellos siguen en el restaurante- han crecido allí. Han vivido allí.  “Recuerdo estar con Pelé, imagínate…”, me dice. Mientras él me decía eso, yo saludaba a Orson Welles que me sonreía desde una de las fotografías.  Y a Antonio Machín. Creo que era Machín…

Otra de las fotos de La Pepica. En este caso con el mismísmo Orson Welles.

Una de las veces que vino el Rey, le acompañé a una de las habitaciones para que se pudiera refrescar y arreglar. Recuerdo que cuando salió me dijo: ‘vámonos tú y yo ahora a hacernos una cerveza fresca y unas olivas”.  Las visitas del monarca han sido continuadas. Cinco creo que me dijo Pepe. La verdad es que la pared que tenía a mis espaldas estaba repleta de fotografías de don Juan Carlos y de su familia. “Han venido muchas veces, gran parte de ellas de manera privada”, me aclaró Pepe. Casi siempre de incógnito.  El mar y las regatas tienen la culpa. Fue el Rey. Ha ido el futuro Felipe VI. Antes Don Juan. Y antes, Alfonso XIII. Todo muy Real.

El mar… ha sido también el imán hasta La Pepica de artistas, pintores, escritores, toreros… Todos han ido cayendo bajo el encanto, el misterioso encanto, de un restaurante que 116 años después es solera y tradición. No busques más. El propio Pepe lo confiesa. Su carta es la misma –con alguna variación adaptándose a los tiempos- que la que se originó en aquel barracón a pie de playa. En Canyamelar. Una carta abierta a todos. “Hay menús para todos los clientes, más económico o más sofisticado”.  Y es cierto. Aunque, en cualquier caso, lo mejor de ella, de su carta, es su historia. Lo que hay detrás de esos platos. De esas fotografías que rodean el comedor. De esas decenas de paellas que cada día se crean en esa cocina repleta de nostalgias.

 

Cuando me fuí, los fuegos ardían. Las cigalas, grandes y medianas, esperaban en boles repletos de hielo. Un taco de mojama dormía en la máquina corta fiambres. Y una ensalada, lista para ser servida. El fuego estallaba bajo las paellas. En la cámara de refrigeración, pasteles de merengue hablaban del pasado. Y en la sala, camareros impecables paseaban sus bandejas con pescaditos fritos, calamares, tellinas… Paellas para turistas sonrientes. Ingleses, algún ruso, chinos, japoneses… Sus nuevos clientes.

Sin pegar bocado -siempre ando con prisas-, me lancé por la madriguera de La Pepica repartiendo besos a Ava Gavner y Jacqueline BissetNuria Espert recitaba versos  y Machín… Machín -si es que algún día estuvo allí- cantaba aquello de las dos gardenias. Yo lo escuché. De verdad… No estoy loco. “Dos gardenias para tí…”

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A DARIO BARRIO

Mientras escribo esta historia me entero de la muerte de Dario Barrio. Y sí, se me esfuman las ganas de terminarla. Estos mazazos entristecen tanto que ahogan hasta las palabras. Dario, en aquellos años de Canal Cocina, me enseñó a querer un poco más esto de la gastronomía. Y aunque nunca probé sus platos, siempre estuvo entre los miembros de esa otra familia que un buen día decidí montar en el País de las Gastrosofías. Por eso, al final de mi relato te dejo, mi lágrima. Mi tristeza por el adiós de un cocinero. DEP.

Cuentos con patatas, recetas al tutún y otras gastrosofías

Sobre el autor

Soy un contador de historias. Un cocinero de palabras que vengo a cocer pasiones, aliñar emociones y desvelarte los secretos de los magos de nuestra cocina. Bajo la piel del superagente Cooking, un espía atolondrado y afincado en el País de las Gastrosofías, te invito a subirte a este delantal para sobrevolar fábulas culinarias y descubrir que la esencia de los días se esconde en la sal de la vida.


junio 2014
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