Un señor rodaballo que saltó sobre la mesa gritando “¡aquí estoy yo!“; un pulpo a la brasa que era para tocarle un concierto con castañuelas y decirle: “te quiero con todo mi corazón“, y almejas… unas almejas a la marinera que merecen que me ponga en el diván. “Querido doctor, no las puedo olvidar, ¿qué me pasa?“, le preguntaría a mi despensa-psiquiatra, que ya tantas veces me ha tratado mi gastrodependencia por platos que me roban el alma.
un pulpo, unas almejas, un rodaballo… un lugar muy especial
De todo esto te vengo a hablar. Míster Cooking con escafandra, chapoteando sin parar por un lugar llamado Barbados, un restaurante de los clásicos y necesarios. De esos que te hacen gozar tanto que es para grabarse en el antebrazo, como los lobos de mar, la majestuosa silueta de su rodaballo bajo una inscripción que diga: “Contigo no me canso de nadar”. Y en mitad del chapuzón, sentaremos en la Orilla los versos de Rafael para que den gozo al día e imaginaremos juntos, que en algún momento de nuestra travesía, este barco que nos guía, recalará en un puerto, allí por Santa María, donde habita un tipo silencioso que lleva el mar entre las manos. Un Ángel del océano, un León en la cocina.
Respira profundo. Muy profundo. Aguanta la inspiración y salta. La pecera es honda. Inmensa. Verás como la espuma te acompaña al principio, marcando tu silueta. Después empezarán a aparecer ellas. Las sirenas. Habrá caballitos de mar, como los que fotografiaba con sus versos Alberti. Y te emocionarás. Tranquila (o tranquilo). Es normal.
“Qué feliz era, mar! Llegué a creerme hasta que yo era tú y me llamaban ya todos con tu nombre!” (Alberti)Deberás dar doce o trece mil brazadas. Quizá más. Quizá menos. Empezarás a sentir cómo sus colas rozan tus carnes. Suaves. Al fondo, verás un atún, quizá un tiburón. Una ballena sobre tu cogotera y tras ella el camarón. Estrellas, perlas que se escapan de ostras que no paran de chapotear, corales que bailan al son de las corrientes del mar… Métete por la gruta. Te esperará un pulpo. Inmenso. Cuando lance la tinta, te meterás en lo más profundo de su oscuridad y entonces, sin que te des cuenta, ellas te llevarán hasta la isla.
(1)Un lugar muy especial…
Despójate de lo innecesario. Siéntate en la orilla. Estarás en Barbados. En una mesa nos sentaremos: tú, los versos de Rafael, la sombra del Ángel del Mar (entre tanto salazón, le vendrá bien este chapuzón) y este espía que te escribe. Para no ir con tonterías, empezaremos pidiendo una bandeja de caparazonería (porque todo el ejército de marisco sin demasiadas pretensiones que te servirán esconden su alegría tras una coraza: roja, rosada, pálida… del color de la arena del mar si hablamos de la cañailla). De esta forma empezaremos la fiesta. No podrán faltar los vinos. En este caso, fuera de carta, nos quedamos con un godello. De Bodega A Tapada (Valdeorras). Un Gutian fermentado que entra suave entre la gamba blanca y el camarón, la nécora y un percebe.
Después, como si de un suspiro se tratara, llegaría hasta nuestra vera un plato de almejas a la marinera que, te anuncio en este instante, te dejará con la respiración presa. Deja atrás los miramientos. Cómelas acabadas de traer, no permitas que el frío roce sus carnes tiernas. Disfruta a más no poder. Y llora, tranquilo, llora. Y a pierna suelta coge el pan y moja. Moja, como cuando eras pequeño en la mesa lo hacías con las chirlas que cocinaba tu abuela. Tú verás las estrellas (de mar), Alberti soltará alguna de sus destrezas poéticas y yo suspiraré una vez más por volar a APoniente. Donde me cuentan que el mar no tiene frontera. No hay orilla, ni tampoco marejadilla. Todo es, o así me lo hizo entender El Quillo (un buen tipo de esas tierras), como un paseo en barca repleto de brisas marineras.
“Me asomé a ver el mar. Y vi tan sólo una mujer llorando contra el cuarto menguante de una luna creciente” (Alberti, siempre).
No creas que la fiesta acabó en ese instante. Antes de que el éxtasis vivido se vaya a apaciguar (a lo Santa Teresa de Jesús de todos los mares), te sorprenderán con un clásico de nuestras tierras. Del norte, de la Galicia de Yayo (Daporta) y del sur, donde sus carnes se secan. (Que se lo digan a Dacosta, rey de Dénia). El pulpo (reinterpretando el a feira) te sorprenderá. Éste estará tocado por la brasa, acompañada por una salsa de las que (de nuevo) te invita a pecar (“toma pan y moja, chaval, que aquí venimos a disfrutar“, te dirá tu subconsciente).
Ojo que, de forma acelerada, llegarán por tu espalda y te quitarán los platos -si en algo falla Barbados es que todo ocurre demasiado rápido, o eso me pareció a mí-, quizá porque el rey (y su corte) estaba listos para aparecer. Y entonces, sí que las aguas subirán un palmo. Tus pies se mojarán con la espuma de un Mediterráneo serenado. Un mar que en Barbados parece domesticado, rodado. Como si Paco y Maite (dueños de este restaurante que abrió un 22 de diciembre de 1988) se hubiesen subido en ese caballito de mar que se encontraron y lo hubiese domado para repartir felicidad con salitre y honestidad.
Llegó el pescado, te decía. El rey de aquella fiesta. Un rodaballo inmenso, hermoso, lindo, con la piel tersa, como para escribir sobre ella poemas (si es que me atreviera). Un rodaballo (en este caso a la espalda para dar vidilla a la cena) que en boca crujían por un costado, era suave y meloso en el resto de la propuesta. Bello, lindo, sabroso, juguetón sobre la mesa. Poderoso, hermoso, de los que dan un puñetazo y todos callan para escuchar a quien quiera leer versos al mar o las olas golpear sobre los platos.
¡Quién cabalgara el caballo de espuma azul de la mar! De un salto, ¡quién cabalgara la mar! (Del poema ‘Con él’, 1924. Alberti, of course)
Hubo sobre la mesa otros pescados bien ricos. Unos rapes pequeñitos. Unos inmensos y algo más que deliciosos rapantes. Gallos del Atlántico dispuestos a cantarte habaneras o canciones de piratas, mientras siga la fiesta. La canción de la levitación marinera.
(2) …y un León, un Ángel de mar
Y tú, en mitad de la algarabía, pensarás que si en Barbados sientes el mar como los clásicos los sentían, si algún día una barca bendita te lleva al puerto de Ángel, entonces sentirás abrirse tus carnes en dos y liberarás esa espina que llevas en el interior por no haber ido todavía a la casa del León de mar. Y entonces, posiblemente, te esconderás en tu caparazón, como un minúsculo bígaro, y en silencio sollozarás de emoción.
“La constancia, la constancia, la pasión, eso es lo que mueve al hombre“, dice Angel León. Me subo a esa tripulación que sueña. Que acaricia las nubes de sal, que se perfuma de salitres, que aspira a hacer de la tierra un mar. Y de la mar, la capital de la Tierra. Quiero, sí, quiero abrazar a un lenguado albino y bailar sobre sus tortitas de camarón.
Ahora que nadie escucha, que sobre la orilla de Barbados esperamos que lleguen los postres que elabora Paco, te diré que dicen que Ángel León va a ser uno de los grandes capitanes de la cocina. Pero al tiempo te diré que a él, que al León que campa entre el salitre, me da la sensación de que eso le da igual. Que a él, como buen pescador de sueños, lo que le va es salir a alta mar y acariciar, con manos de cocinero, la capa fina de agua que separa lo posible de lo imposible.
“Llevádme sirenas, llevadme hasta Aponiente que tengo el alma repleta de mares“, te diré ese día en el que juntos, con Alberti y Ángel (o su sombra), nos demos un chapuzón en al isla de Barbados.
Tras soñar un rato, ya en los postres, no dudes en pedir el milhojas. Te endulzará y te hará reír y sonreír y ser feliz después de una experiencia gozosa. La de volver a los clásicos (como Alberti) y saborear las cosas de siempre, como siempre. En un lugar a donde por encima de todo está el respeto al mar, a sus productos, a su jardín de las delicias. Ese mar que el poeta que más le amó respetó tanto que se convirtió en un marinero en tierra.
EL TICKET: Lo que te he contado nos costó cerca de 60 euros por cabeza. No llegó. Los platos, postres, vino, unas cervezas, aguas y mucho pan. Lo mejor: el producto y la manera de mimarlo. Lo peor: las prisas en el servicio (o que quizá yo necesitaba relantizar la vivencia). Un consejo a añadir: Los arroces de Barbados también son de escándalo. Siempre pido el a banda, debería cambiar. Pero es que me encanta. La conclusión: Volver.
Y otra cosa, aunque mis planes para ir hacia el molino siempre se han quedado sin salir de puerto, Mister Cooking acabará atracando en Aponiente. No sé cuando, pero será así. Y ese día pienso naufragar de felicidad. (Aviso a navegantes; sr. Colsa, familia & amigos, incluidos).
PD. Gracias a mis cinco cómplices en esta misión. Mister Cooking volvió a ser Mister Cooking.