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Jesús Trelis

Historias con Delantal

El nuevo menú del Riff, al descubierto

EL FINDE DE MR COOKING

Cuando las cosas del comer se convierten en Fábula

#elListódromo: Diez platos de autor para afrontar los excesos del verano
#Confidentials: El nuevo menú del Riff, al descubierto
#CookingTerapia: Listos para comerse el futuro. (Un diván para seis)
 

DIAGNÓSTICO EXPRÉS. Tiene una estrella Michelin. Actualmente, la más antigua de Valencia. Lo mejor: Bernd H. Knöller, Paquita Pozo y la máquina de relojería que es su equipo. Fresco, sin artificios y, a la par, discretos a rabiar. PROFESIONALIDAD Y CÁTEDRA. Lo sublime: su mojama casera con mayonesa de almendra y cebolla; los tomates a la antigua; la oreja con sepia y trigo, y la raya con piel de café y champiñones oxidados. Lo peor: Me faltó respirar más, cosas mías. Es un sitio para gozar; dejarse llevar, y arrancarle más frases al chef. Andaba distraído. El detective emparrado. El local: Teatral, avanzado a su tiempo. Un velo, elegante y eterno. Su cocina: cuando la vanguardia alcanza el status de clásico; propuestas vivas, sin corsé; atada a la tierra en que habita y ama. Personal. Rezuma alquimia. A tener en cuenta: Acaba de renovar por completo su menú. Súper. Un por cierto: Los cubiertos salen en su pequeña caja. Bernd no para de pensar.

Restaurante Riff.
Conde Altea, 18. Tel. 671 87 59 75
 
 

MI PLATO TOP

Cuando Bernd me vio entrar en su acantilado –Riff quiere decir acantilado en alemán-, juraría que se alegró. “Me gusta verte por aquí”, me sonrió abriendo sus largos brazos en cruz, como aleteando, y dándole mayor grandiosidad al cuerpo alto y delgado de este alemán que siempre me pareció el brujo de la tribu. El hechicero. Un personaje enigmático que logra atraer a todos –o a todos lo que se quieren dejar atraer, al menos- y que tiene en su interior un inmenso libro de fórmulas secretas. De conjuros y magias envueltas con el celofán de la experiencia personal y de su abrumadora sabiduría.

Foto Irene Marsilla/LP

Bernd es el brujo, algo así como el sacerdote del clan de los cocineros. El que hace del arte de cocinar un ritual haciendo de un tomate, una soda; del pepino, una delicada agua; del champiñón, un caldo oxidado que te lleva hasta el centro de la Tierra; y del berro, un grito tintado de verde en el que los sabores te reviven. Un líquido verde y vibrante con el que me hubiese pintado la cara para, como uno más de su tribu, bailar de gozo alrededor del fuego de su cocina. Bailar, hablar, conversar, compartir, aprender, descubrir… eso es lo que uno hace con Bernd al lado. 

Bernd es lo que en la antigua Grecia llamaban un ‘mageiro’. Algo que descubrí leyendo ‘Cocinar’ de Michael Pollan, precisamente por recomendación del hechicero del Riff. Una palabra con la misma raíz etimológica de “magia” que, como narra el autor de “El detective en el supermercado”, se usaba “para designar un ‘cocinero’, un ‘carnicero’ y un ‘sacerdote’”. Y sí, Bernd tiene de las tres cosas. Es el sacerdote del clan, ese que cada mañana deambula por el Mercat Central en busca de materia para su ritual. Es un carnicero de la realidad, un despiezador de las situaciones, capaz de indagar, rastrear hasta buscar respuestas certeras a sus inquietudes. Y, sobre todo, es cocinero. Un ‘animal cocinero’, que diría James Boswell. Pero en su aspecto más amplio de la palabra. Porque si a Bernd le gusta cocinar, por partes iguales le gusta disfrutar de lo que se cocina. Le encanta sentarse ante la mesa y volar. Y posiblemente bucear por cada plato como pocos lo saben hacer. Es cocinero a la par que gastrónomo. Y es inquieto, inconformista, disfrutón. Como el exquisito vino (*) que nos sirvió Paquita Pozo, es un viejo zorro de la cocina que deambula por su acantilado con su traje de hechicero. (* Zorro (Fuchs) 14 G. Veltliner Donabaum) .

EL SEXTO SENTIDO

A su manera, la cocina de Bernd tiene algo de aquel sexto sentido que emergía de la cocina de Ferran Adrià.  Ese del que hablaba Manfred Weber-Lamberdière en ‘El mago de elBulli’ y que aparece descrito en los cuadernos del restaurante de Cala Montjoi. “Cualidad que se basa en provocar emociones  en nuestra cocina, recurriendo en la ironía, la provocación, los recuerdos de la infancia, la descontextualización, etcétera, con el fin de incorporar un nuevo componente a la gastronomía: el intelecto (…)”. Más allá del paladar, el intelecto.

Él lo despierta desde la aparente sencillez de su cocina. Desde la lealtad al producto que se muestra incorrupto (casi como una reliquia). Como dejado caer, acariciado, para que junto a sus compañeros de escenario (el plato convertido en púlpito) contarte una historia que te emocione, que te hable más allá del puro hecho de comer. (La historia de un inocente boquerón con vinagre… por ejemplo)

 

“He renovado todo el menú”, me dijo satisfecho. “¿Lo voy a poder probar?”, pregunté. Hubo un ‘por supuesto’ y, después de él, un telón que se levantó y una fiesta muy particular que se activó. Llegaron así cacahuetes especiados, un crujiente con anisetes, una coca con tocino ibérico… Era el anticipo que me dejaba ver que allí iba a vivir algo más que una cena.

Iba a descubrir que el ‘mageiro’

estaba en estado de gracia

 

LOS TELONEROS

Llegaron lo que en los conciertos llamaríamos los teloneros. Su sopa de tomate con soda, que a mí me chifla, y su mojama casera con mayonesa de almendras y cebolla. Y aquí me quedo. Porque ese plato, ahí donde lo ves, resume a la perfección lo que esconde en su interior la cocina del alemán que se convirtió en hijo del mediterráneo: artesanía, raíz, sabor. (Lo de la mayonesa de almendras es para comer y no parar).

Ese plato es Bernd ante el Mediterráneo y, a sus espaldas, los almendros de nuestros campos del interior y la huerta de su Valencia. Le robaría a Eduardo Galeano de sus ‘Bocas del Tiempo‘ estos trazos dedicados a Rafael Alberti y a La Mar. Y con ellos dibujaría al cocinero del que te hablo y que, en sus tiempos de silencio, lo imagino como escritor uruguayo al poeta marinero:

“Desde una terraza, echado al sol, perseguía  el vuelo sin apuro de las gaviotas y de los veleros,
la brisa azul, el ir y venir de la espuma en el agua y en el aire”

Ese espíritu se ve en todos sus platos. Por ejemplo, en los dos platos que rompieron el hielo de este desfile de alquimia en la que la vanguardia se eleva hasta la cumbre de los clásicos. Lo veo en los boquerones en vinagre, alcaparras, chalota y agua de pepino (divinos, háganme caso). Y lo veo de manera sublime en un plato que a mí me regocija, que me parece extraordinario -ya os dije que era un alquimista doctorado, un catedrático de la cocina-: los tomates antiguos de su amigo Martín de Càlig, uno de sus clásicos si cabe ahora mejorado con su toque de nectarina y almendra y ese aceite de oliva de Vivier (Supongo que Lágrimaque tantísimo me fascina).

 

Texturas, el juego de madurez de cada tomate, las tonalidades, las distintas características de cada uno: el que estalla como un bombón natural, el que te hace crujir sus semillas, el que es ácido y el dulce, el que te recuerda la mata de la tomatera y te hace llorar por su sabor intenso. Llorar agua de tomate, llanto que se va al mar desde el acantilado. Desde el Riff. Un llanto dulce como la nectarina que aún susurra canciones en mi memoria. A lo Sabina.

Cada plato es para mí una oda a algo, una historia diferente, pero me he propuesto no extenderme tanto. Difícil reto para un adicto al teclado. Así que te diré que su navaja al vapor con algas y pepino es un trepidante chapuzón. Un meter la cabeza en el océano y comerse su flora mientras ella (la navaja hecha sirena) juguetea con sus sabores salinos y finos haciendo despuntar tu vello. Es una macedonia marina, el mar en una esquina de una mesa que tiene vida.

 

LOS PLATOS TOP

El alemán que se atrevió con los arroces –el suyo de sepia bruta es un clásico memorable- dio una pirueta propia de buen equilibrista y sirvió uno, un arroz seco, de anguila braseada (juraría) en el que el verdadero hechizo del plato –rico de por sí- llegaba con esa pequeña taza de jugo de berros (con su toque picante al fondo). Ese que daba una vida extraordinaria a la propuesta. Un taconeado sobre la mesa. De nuevo, homenaje a nuestra tierra. Su tierra.

Pero si algo me fascinó fue este plato que ahora te sirvo trigo, sepia y oreja. Me faltan manos para darle aplausos, brazos para darle abrazos. Para merterse en la cocina y gritarles: ¡bravo! Otro de mis mejores platos del año. Así de claro.

Me gustó tanto, que pensé que lo de Bernd y la sepia tiene un algo especial. Y recordé un soberbio relato del último libro de un escritor –también germano- que por desgracia ya partió. Escribe Günter Grass en De la finitud una especie de fábula que titula “Sepia al natural”. Habla en él de un sueño que le viene a la cabeza una y otra vez, en el que es posible “ordeñar cefalópodos de tamaño medio”. Imaginé a Bernd, como Günter, buscando la tinta de la sepia. Caldo de tinta para crear. Para cocinar. Para escribir.Bajo el agua se hace muy fácilmente y es comparable al amor con una sirena que, audaz, abandonó su bandada”, escribía el autor de “El tambor de hojalata”.

Reconoce en su escrito Günter Grass que “ordeñar cefalópodos, lo mismo que satisfacer sirenas, no se puede improvisar”. La cocina de Bernd tiene ese toque de frescura, de que todo es por casualidad, de simpleza, de realidad de cada día, de mercado, de inventarse siempre algo nuevo, que parece que esté impregnada por la improvisación. Pero lo que pasa es que el chef -doctorado en alquimias- tiene tanta magia dentro que le permite hacer a diario una cocina viva. Posiblemente, dentro de la pauta, cada día distinta. La COCINA VIVA que tanto cuesta encontrar, alejada de los dogmas de la repostería, de la pauta exacta. Viva. En la que los tiempos no lo son todo. Como lo era el plato de pescado que sirvió todo seguido.

Una raya con piel de café y champiñones oxidados que es otro platazo, otra demostración de esa inquietud que lleva dentro Bernd por aprender y enseñar. “¿Has visto los matices de la piel de café?”, me preguntó. Con Bernd uno no para de volar. Está en el Riff, en el acantilado, pero acaba siendo un ángel. Azul, como el Mediterráneo. Capaz de sacar del óxido de un champiñón un plato excitantemente delicioso.  (Sin la vanguardia de quien fue el Ángel Azul no se podría entender la cocina valenciana; porque si algo ha sabido hacer el chef del Riff es poner en valor la extraordinaria riqueza  de la tierra que nos rodea. Tomates, aceites, el pescado de nuestro mar, la roca, la verdad… la humildad de la huerta y la espuma de nuestro mar en el altar del druida de Conde Altea).

Llegó su cordero cocinado 36 horas. En este nuevo menú, reinventado. Lo sirvió con jugo de escalivada bañando sus carnes y el coro de verduras dándole mayor grandeza si cabe. Un cordero que es manteca y un jugo que es esencia. Yo con ese plato saco las alas y volteo. Susurro milongas con los ojos cerrados.

LOS POSTRES

Reconozco, dicho esto, que llegado a ese momento me distraje del viaje. Los vinos, la conversación, las cosas que una mesa te puede dar de pronto. Quizá volamos. Los versos cocinados que el brujo te va dejando, acaban dándote libertad. Lo que tiene sentirse como en casa.

Llegó para recordarnos que seguíamos en el sueño, la sandía con hierbabuena. Y me refrescó el alma. Llegó el mango especiado con te verde –que tanto me encanta-, y me la secuestró. Y llegó el postre final, detalle de la casa y me dio ganas de ponerme a recitar, quizá de nuevo, algún poema de los que dejó al final de su vida Günter Grass. Con ese toque amargo que tienen a la par la Guinness y el postre de Bernd. Chocolate manjari y espuma de cerveza negra (diría que fosilizada, como su sabor en mi memoria).

“(…) ver mariposas con los ojos cerrados,

contar con paciencia moscas muertas

caídas de los cristales de la ventana,

masticar recuerdos como chicle

en el que queda un resto de sabor (…)”.

Como pasatiempo‘ (G. Grass)

 

LA DESPEDIDA

El hechicero en su cocina se movía como Panoramix ante la poción magia. En la sala, los suyos, los que hacen posible la magia, danzaban silenciosos vestidos pulcros con sus camisetas negras recordando 20 años del Riff. Al frente de ellos, otra de esas debilidades de quien os escribe este informe quasisecreto: Paquita Pozo, (Paquita ‘La hostia, como le llaman cariñosamente sus compañeros). Ella es una de las mejores profesionales con que te puedas encontrar. Profesionalidad en estado puro, discreción más que absoluta (que lo sé), sencillez al extremo y un soplo de coherencia y rectitud que revaloriza esa estrella Michelin que luce el Riff desde hace ya un puñado de años. Sin ella, nada sería igual. Quizá por eso ellos batallan juntos tanto. (Y eso sí que te lo he contado).

Fotografía de Manuel Molines/LP

 

Paquita me dijo al entrar: “GRACIAS, ya sabes por qué”. Yo le digo ahora a los dos: “GRACIAS, ya saben también por qué”. Y no es un secreto. Gracias por ser tan profesionales: él, con su hechizo; ella, con su mimo.

SI CALIFICARA EL MENÚ, LE DARÍA: 4 delantales (sobre cinco)  y 1 cucharón (de la cubertería de plata) φ. A mí el Riff, me encanta.

Y mañana, en #CookingTerapia. Un diván para seis. (En Las Provincias papel y su versión en blog).

 

 

 

Cuentos con patatas, recetas al tutún y otras gastrosofías

Sobre el autor

Soy un contador de historias. Un cocinero de palabras que vengo a cocer pasiones, aliñar emociones y desvelarte los secretos de los magos de nuestra cocina. Bajo la piel del superagente Cooking, un espía atolondrado y afincado en el País de las Gastrosofías, te invito a subirte a este delantal para sobrevolar fábulas culinarias y descubrir que la esencia de los días se esconde en la sal de la vida.


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