La barra de un bar. Un salero, el periódico desintegrado, una mano que te coloca un plato, los azucarillos por un lado. Las servilletas que te van hablando. “Gracias por la visita”, exclaman mientras te van rozando los labios. Sentados, los pies colgando. La gente conversando, matando el tiempo, quizá los años. Un recuerdo que se desliza, un gol que se analiza, un político que se destripa. “¡Qué invierno más pesado llevamos, leches!”, grita un parroquiano pidiendo medio bocadillo de atún y olivas. “Hoy ando con hambre”, recalca.
La barra de un bar es cultura. Cultura de taburete, versos con mondadientes, poesía de carajillo, ensaladillas para una tesis. Pasiones, emociones, lamentaciones. Suspiros, soledades, verdades entre cañas y sepias a la plancha (sin picadillo). La verónica de José Tomás, lo último de Trump, Vista Alegre y las sombras de un don Juan. “¡Qué invierno más pesado!”, grita de nuevo el parroquiano, mientras el resto de clientes sigue pululando por su mundo. CARA A CARA con la máquina de café, el vapor, la sartén, las bandejas de patatas que se convertirán en bravas. CARA A CARA CON EL COCINERO.
La barra tiene su encanto. Y es tal que su fórmula era difícil no aprovecharla para sacar de ella su magia y transformarla. Hay decenas de proyectos que ya juegan con ello. Mil maneras de reinterpretarla. Hoy, con mi delantal volador te llevo hasta una barra que es la metamorfosis de esas que todos conocemos. Hoy volamos hasta A’Barra, uno de los locales de moda de ese nuevo Madrid Gastronómico que un día cogió carrerilla y ya no para.
A’Barra Calle del Pinar, 15. Madrid. (Las fotos buenas son cortesía de A’Barra, las malas ya te lo puedes imaginar 😎 )
Cerca del Paseo de la Castellana, en el Madrid noble, muy próximo a Zalacaín, está A’Barra. Acudí llevado por el repique de campanas que tiene ponerse de moda. Y acudí para saber qué se cocía en aquel lugar del que muchos me hablaban. Aunque, por encima de ello, me movía la curiosidad de saber cómo se podía transformar una barra -esa que tan ligada está a nuestro ADN- en una experiencia de alta gastronomía digna de tener una estrella Michelin. Quería ver, cara a cara, a ese cocinero que ahora, además de hacer equilibrios culinarios con platos que te sorprendan y te cautiven, tiene que hacerte disfrutar, contarte lo que lleva entre manos, ser un gentleman con delantal ante un cliente que suele tener ese punto de exigente. Ya me entiendes. El cocinero desnudo, sin trampas ni cartón.
Te mentiría si escondo que me abrumó un poco la llegada. En mi cabeza, eso de la barra tiene un toque de vidilla desenfadada, de informal, de estar casi como en casa. Me abrumó -te insisto- la entrada, porque sólo cruzar el umbral es como si te pusieran un par de alas y te dijeran: “Bienvenido; si quieres, aquí podrás volar”. El trato exquisito, es ya quizá un tanto por ciento importante del éxito del proyecto. (El local -colosal-, otra buena parte de él: potente, confortable, dinámico…).
Como iba sólo, y en la barra para 26 donde la cosa tenía que cuadrar con las cuadrillas de amigos y demás que acudían en la cita, me entretuvieron en un hermoso habitáculo de luces tenues donde romper hielo y paladar. Una exquisita colección de champanes, jereces, vinos y demás dieron vidilla a mis primeros minutos en A’Barra. Junto a ellos, los jamones de Joselito (marca de la casa, que para algo, junto a los dueños de conservas La Catedral, son los que están detrás de este potente proyecto).
Probé el jamón –glorioso, qué te voy a decir- y me hice mi fino (un Fino Tradición para A Barra. Noviembre 2016), que me tomé observando al resto de personal que estaba esperando el momento de tomar la barra o sentarse en una de las mesas del restaurante. En la espera,vi pasar hacia una de aquellas mesas al mismísimo José Mari Arzak y su equipo, entre quienes estaba el propio Xabier Gutiérrez al que me pidió el cuerpo ir a saludar, después de nuestros encuentros en la Valencia Negra hace ya un par de años para hablar de su libro “El aroma del crimen”. Pero me dije: “¡si no se va acordar de este loco que va de superagente de bar en bar, de barra en barra, filosofeando sin parar…” Y me acordé de su novela…
Observando sin cesar, el reloj se fue acelerando hasta llegar la hora de la verdad. “Señor (Mr Cooking), me acompaña”, me sugirieron. Entré en aquella hermosísima sala con algo de reservas y pensando: “a ver dónde te has metido hoy chaval”.
Estaba todo lleno, sólo alcancé a ver un par de huecos dispersos nada más entrar: un gran murmullo, propio de las barras pero sin algarabía exagerada; un juego de luces que iba danzando y, en mitad de todo ello, al cobijo de un inmenso e hiperbólico árbol, la cocina y sus cocineros (media docena, creo) que se iban a encargar de darle chispa al lugar.
El azar -ese del que el propio Andoni Luis Aduriz disertaría en Madrid Fusión, el azar que tanto me gusta intentar cazar para hacerme con las claves del destino- hizo que, justo al lado de dos buenos amigos, quedara un taburete gritándome: “Mister Cooking, te estoy esperando”. “¡Don Fernando! ¡Angelines!”, exclamé, al ver a la pareja que ha elevado el mundo de los helados hasta un estrato más allá del puro placer.
Compartí mi experiencia de A’Barra con Fernando Sáenz y Angelines González y eso hizo que fuera más mágica de lo que ya de por si iba a ser. No tanto por el nivel de la cocina –que hay guiños muy buenos y alguno que puliría- sino por el conjunto de lo que es. Porque A’Barra, en su propuesta de taburete, es un viaje en conjunto donde todo cuenta: los cocineros y su actitud ante el cliente, los responsables de la sala que trabajan en un ambiente totalmente distinto al de una mesa, el sumiller que te ataca (con sus gozosas copas) por la espalda, las luces que bailan generando atmósferas, el ambiente del resto de comensales que hace que algo fluya o algo falle, los guiños que aparecen desenfadados en platos que ante un mantel serían servidos con otro rango…
“Todo y todos cuentan y es el todo el que hace que aquello sea un éxito”A Barra, como el propio José Antonio Medina nos dijo, es una experiencia viva, en movimiento, con muchísimo recorrido todavía por hacer, por inventar, por mejorar, por pensar. Y siendo todo eso cierto, también es que sus primeros pasos han sido sólidos. De ahí su éxito en la primera temporada.
El gallo campero que se servía en cuatro servicios en la pasada temporada y que fue todo un éxito. Foto de A'Barra
UNA EXPERIENCIA EN 14 PASOS
De lo que allí saboreé y al tiempo hablé, te voy a dar algunas pinceladas. Sin descubrir demasiado lo vivido en esos catorce pasos que dimos bajo el árbol de A’Barra. Antes de empezar a dar bocados, por romper el orden establecido, ya que estamos en algo distinto, te voy a destacar la armonía de vinos que maridaron el paseo bajo el árbol. Y que sí, me entusiasmó. Muchos de ellos muy minerales y todos con cierto toque de hechizo, novedosos, que te aportan algo. Un Ximénez-Spinola, un Fento, un 7 Fuentes, un Tirachinas, un Muller rancio seco y una copa de Kracher Auslese.
Por la barra se pasearon, casi danzando, un vermout espumoso con un snack de corteza de ternera, rico. Divertido. Especialmente el bebedizo. Interesante la tartaleta de foie y hongos, que es puro paseo por el bosque. (Como si en ese paseo pisaras las hojas y crujieran a tu paso y el perfume de la tierra te atrapara).
A’Barra demostró que apuestan por hacerte guiños divertidos con la llegada de la doble ostra, de mar y tierra. Un plato aparentemente sencillo, pero estéticamente atractivo. Le siguió las yemas con yemas y una tosta de túetano y setas. Y me pareció ingenioso (por su presentación en una cazuela y el paquetito de viandas) y a la vez muy rico, ese caldo de cocido, que parece hecho para jugar ante él como un niño. Cosas que te permiten la barra. (El caldo era de otra dimensión; las viandas tenían su gracia, aunque a mí me faltó dejarlas hidratar un poquillo más).
Desconcertante en un primer momento fue esa penca de acelga con jugo de ternera y la tierra de foie, que te da la sensación de estar pecando ante una panceta algo especial. Vi más compleja la gamba roja con tendones y salsa thai. Quizá porque con los años cada vez me estoy haciendo más talibán con esto de las gambas. En este sentido, soy muy de la propuesta fija en el menú de Dacosta. De respetarla y mimarla tal cual. Aunque eso sí, el plato, como ves en esta imagen, tiene una estética de campanillas.
Junto al vermut y el caldo, lo que más me gustó estaba por venir en dos entregas. La lubina, desde luego, con su aceite de sésamo, dashi, cebolleta fresca y cilantro. De nivel. Delicada, bien tratada, producto muy mimado. Y tras ella, el venado que te ofrecen para que tú montes el plato con sus frutas, el puré, los brotes y otras fantasías. Un juego entre el cocinero y el comensal que rompe definitivamente el hielo y te hace llegar al compadreo, hasta el límite de sentirte definitivamente como en casa. Era el momento álgido, desde luego.
Tres postres remataron la noche. Muy golosos, a mi parecer. Igual demasiado (aunque divertidos; muy para llevarte de paseo a la infancia). Quizá eché de menos algo de frescor contundente entre ellos. Granizado natural y agua de azahar, flores y vino; roca de granada y cítricos; y paisaje invernal.
Creo -aunque lo que yo crea tiene el valor que tiene, pues sólo soy un espía con delantal que le da por ir de aquí para allá- que el formato de A’Barra es tremendamente atractivo. Y al tiempo exigente para el personal. Que desde luego, desempeña su trabajo de forma extraordinaria. Todos. También pienso que hay mucho margen para ir a más, aunque ellos también lo saben. Saben que tienen mucho camino para seguir llegando lejos. Y eso que el primer sprint ha sido extraordinario.
Por cierto, visitar las entrañas de A’Barra fue una delicia…
La barra tiene magia. Tiene complicidad. El ‘cara a cara’. Los aromas estallando al instante ante ti, los errores al descubierto, los nervios fluyendo, las palabras entremezclándose con los bocados, las miradas de reojo y las miradas con descaro. Tienes el vaso siempre lleno, la espuma de la cerveza, las gotas que caen sobre la mesa de mármol, el salvamanteles, los cubiertos que se van renovando, el roce con quien tienes al lado, las conversaciones con quien te va sirviendo los platos. Tiene un juego de terapia que roza el espectáculo, el goce del desahogo, la nostalgia de los recuerdos, la condición de convertirte en tertuliano haciendo de la barra un estrado en el que diseccionar, abrir en canal, la actualidad más sangrante, las obviedades sobre el tiempo, las contiendas futbolísticas, los análisis de la política. Confidencias sobre amores, cotilleos de barrio, reflexiones gastrofilosóficas y silencios contundentes.
La barra tiene magia.
Las tradicionales.
Las que tocan la vanguardia.
Las barras… y
A’Barra