Un mantel hecho océano. Un mar de sabores, texturas, locuras. Un chef bajo la piel de un mercader: astuto, provocador, incluso sabio. Y un tesoro culinario, que ya quisiera Ali Baba. Así se come en casa de Dabiz.
- ESPECIAL DABIZ MUÑOZ Cara A. La bacanal del funambulista Cara B. Diverxo, el viaje de la piraña
Si fuera escritor, crearía un relato trepidante: «Erase una vez un hombre a un mantel anclado que se convirtió en piraña y devoró la mesa a dentelladas aceleradas». Si fuera un lobo de mar, anotaría en mi bitácora: «Por el arrecife del caviar asado, todo recto hasta las lentejas Masala». Si fuera bailarín, danzaría claqué entre cazuelas. Y si fuera pintor, a lo Basquiat o a lo Gauguin, haría un lienzo en el que estallarían mil colores con su mil sabores: currys y pimientas, acuarela de regaliz, fluorescentes con medias de seda. Bajo la piel de cualquiera –escritor, bailarín, pintor–, me postro ante la mesa de Diverxo para narrarte la aventura ‘gastrosófica’ de un glotón convertido en pez carnívoro que, empujado por su gula, devoró los sueños de un pirata de la cocina, contrabandista de pasiones, Marco Polo del delantal. Un mercader de cara simpática y con el ingenio en su escudo de armas que todos llaman Dabiz. Dabiz Muñoz. Tres, dos, uno… ¡levantamos el telón!
La mesa. En medio del blanco del mantel, el esqueleto de un pez feroz se pavonea entre terrorífico y divertido. Como la vida. Metido entre sus huesos –que no espinas–, empecé a bucear por las quimeras de Diverxo. «¡Presa a la vista!», grité al avistar un aguacate. Lucía asado con chutney caliente de menta escabechada y tomates verdes, piel de oveja Malai, Massala y azafrán. Hermoso, como un poema gastronómico que parecía una declaración de amor. A lo salvaje. Sin prolegómenos. Fue la primera presa y mis escamas ya eran escarpias. Temí, entonces, sorpresas encadenadas. Desbocadas. Y ocurrió: un bocado de caviar asado al horno tandoori, me sobrecogió; unas lentejas con especias, me entusiasmaron; unas ancas de rana, me hicieron sentir como un príncipe encantado que se auto devoraba, y un queso al vapor con trufa y maíz, me hizo cantar: «gloria, aleluya». Fue un remolino de sensaciones. Quería más. Era feliz.
Seguí por el mantel la sombra de una sirena. Me llevó hasta su oasis: un gazpacho de jalapeños con ventresca de bonito. Me arrodillé ante él. Con mis labios recorrí su cuerpo. Ceremonioso. Hasta que, de un suspiro, lo devoré. Como un camaleón engulle un mosquito. Entonces, por la espalda, llegó algo más salvaje, pasional, otra presa. Más Bukowski. Tanto que pervive intacta en mi memoria. Como el tatuaje de una sirena en el antebrazo de un corsario. Era una inocente ensalada de espárragos con berberechos al vapor, ventresca de cochinillo crujiente y otros juegos de seducción. Primero me sorprendió; luego me abrió el paladar en canal. Como una ola que te salpica la cara, se cuela salina por los ojos y luego te suscita un profundo frescor de alivio. Magistral. Embriagador hasta la borrachera, como los pensamientos de Charles (Bukowski): «Quería todo el mundo o nada». Y como Muñoz, corazón de Dabiz.
La resaca emocional me llevó hasta otro bocado que escondía en sus carnes esencia de sabio: su capón-salmón. Un plato que era técnica, coherencia, atrevimiento. Un ensayo comestible que firmaba el mercader, sabedor de que no hay límites en el paladar. Grasas fusionándose, tierra y mar amándose, capón y salmón besándose… Todo emoción. La misma que estalló cuando apareció el cocinero, desplegó sus sueños comestibles y exclamó: «¡rumbo a Tsukiji!». Allí, en medio de un mercado imaginario, me dio a probar con la mano un explosivo erizo con caviar cítrico, velo de regaliz y ajo negro, una bearnesa japonesa y perfume de Bergamota. Como si una sirena se hubiese vestido de geisha y me diera un sensual mordisco en el lóbulo de la oreja. Cerré los ojos y gocé.
Sentí, en medio del goce, un carrusel de sutiles caricias. «Llegamos al banco de gambas», advirtió mi sirena. «Gambas a la quinta potencia», añadió. Las mariposas tomaron mi estómago. Apareció entonces una boloñesa de esencia de carabineros, sashimi de quisquilla de Motril, macarrones de albahaca y jugo de ossobuco estofado. La sellé a fuego en mi memoria para no olvidar su sabor y tuve la sensación de haberle robado a este ladrón de paladares, Ali Babá de las cocinas, uno de sus tesoros. Fue tan intenso que el chiguato baby con polvo de galeras, que vino detrás, me supo más a nostalgia que a otra cosa. Nostalgia que me llevó a Sanlúcar de Barrameda, a El Bigotes, a un atardecer con Doñana al fondo…
Era una piraña melancólica, aunque el ensimismamiento duró un suspiro. Bajé veloz de la parra cuando me sorprendió, entre un baño de vapor, una maravillosa tormenta de dumpligs, como los de una ‘yamcha’ de Hong Kong. Dumplings, eso sí, con el sello de este pirata con cuchara de palo y alma de Jack Sparrow: de gallina de Guinea estofada; de bocata (sublime)_de calamares; de sopa de pata negra, cerdo ibérico y vaca confitada; de liebre, escabeche de mejillones y sesitos de conejo… Así, trece creaciones trepidantes. Pequeñas obras de arte diseñadas para seducir el paladar. De ellas, tres dignas de tener en una urna de cristal. Como a los santos. El dumpling de nécora versión chilli crab con kokotxa en romana de yema de pato; su ‘spanish toltilla 2018’ con callos de bacalao y puntilla de huevo frito, y su cigala de tronco asada y reposada con su dordalesa… Amén.
Pero quedaba otro dumpling: un clam chouwder de búfala al resiling, mejillones de roca envueltos en papada, guisantes tiernos y perifollo. Eso sí, era más que un plato, una hazaña. Una victoria descarnada en la batalla de Dabiz por ir más allá. Era una porción de paraíso: búfala que fue seda; el mejillón entre papada que fue levitación; los guisantes que fueron un regalo de algún dios… Y la piraña soltando lágrimas.
El océano blanco, llámalo mantel, quedó relajado. Como si fuera más que mar, un lago. Una espardenya con ají tonteando con salmonetes y chapoteando con leche de tigre fue como un ballet en mi paladar. Suave, elegante, con la maestría del mejor Bolshoi. Por la retaguardia, haciendo un cabriolé, llegó un besugo salvaje y una ensalada de lechuga viva con jugo de las espinas… Y, de nuevo, sentí sus caricias. Puntillas. El lago. Los cisnes.
Quizá, para que no me relajara tanto, la sirena sacó sus espuelas y con ella, dejó las carnes correr. «¿A qué sabe un ‘güoper’ en Diverxo?», me preguntó. Y salió un pato a las cinco especias con brío (y esta piraña lo devoró); y salieron unas patatas fritas de pato (la piraña se las zampó), y un conmovedor wagyu con sashimi de bonito y huevo con tuber melanosprorum, y la piraña sencillamente se sobrecogió. Un sándwich de rabo, una provocadora pata de pichón («cómeme, glotón», me susurró) y un niguiri socarrat de pichón con su hígado y jugo cantonés que me hizo exclamar: «Oleee». Y respiré. Llegaba la parte dulce y hacía surf sobre el mar bravo del entusiasmo.
Inicie la travesía final del viaje incrédulo: pensaba que iba a ser difícil sorprenderme. «Con lo que llevo vivido», me dije engreído. Pero me metí en ese mundo dulce del océano de Diverxo y salí de él con la sensación de haber estado en un túnel del tiempo: viaje directo a la infancia. Sentí, entre bocados animados –como los dibujos de la Cartoon–, que volvía a trasladar a mi paladar aquellas chuches que me enloquecían cuando era un chaval. No, no era la magdalena de la abuela, ni el chocolate caliente de mamá. Era regaliz (negra), nubes de nata y fresa, golosinas con sabor a frambuesa y algodón de feria. Y sí, me sentí como piraña panza arriba. Especialmente cuando engullí aquel plato que parecía quebrado, cual trampantojo del entusiasmo. Ese que te hacía disfrutar con una ganache de coco, ajo negro, chicle de grosella, albahaca, regaliz… y helado de cenizas con coco-yuzú. Como un beso apasionado en la boca de Jessica Rabbit.
Si fuera poeta, escribiría versos con cresta. Y rimas canallas. Si fuera Lewis Carroll, contaría cuentos de sus platos. Si fuera Lord Byron, saldría a remar al viento mientras me empapan las olas de los recuerdos de esa comida que sabe a sueño. Tres, dos uno. Se cierra el telón.