Asegura que ésta es la quinta crisis que va a superar. Le llega en un momento lleno de proyectos por los que luchará. Uno de ellos: poner en marcha la Alquería Juana, una casa de comidas con raíces valencianas y que homenajea la cocina y la historias de su abuela. Su principal baza para lograrlo: el balón de oxígeno de sus clientes. «Son los que marcan lo que debes hacer»
«Olvidé la extenuación, agarré un remo y me preparé a agotar los últimos vestigios de fuerzas con un golpe certero en la cabeza de uno de los peces que saltaban contra la borda, en una furiosa rebatiña». García Márquez escribió esta descripción en ‘Relato de un naufragio’. Su libro fue como un relato de aventuras que derivó en denuncia política. La vida de un cocinero es, mucha veces, una historia de supervivencia. A veces una aventura. Y a veces también una dura travesía que acaba en quejido por los desmanes políticos y burocracias administrativas.
«Tenemos que pensar mucho las inversiones que hacemos y los riesgos que tomamos».
De todo esto habla Alejandro Del Toro. No es un náufrago, más bien un superviviente. Aunque él te dirá que es sólo un cocinero. Si fuera un gato se podría hacer con él el recurrente símil de que tiene siete vidas. En realidad es un Del Toro. Una res brava de la gastronomía. De los que no se amilanan. De los que dicen lo que piensan y batallan. De los que sigue a pesar de las estocadas. «Ésta es para mí la quinta crisis. O la quinta ruina, se podría decir. Y una vez más, volvemos. Pensando que en marzo ya estábamos por fin dando beneficios con una plantilla consolidada, el golpe ha sido tremendo».
Fue su respuesta a la primera pregunta. Contundente, dejando las cartas sobre la mesa, hablando de cifras –120.000 euros en pérdidas, apuntó– y hasta de esperanzas. Porque Alejandro tiene en su interior sangre brava. «Ahora, pues volvemos a empezar».
–¿Pero debe haber un desgaste personal tremendo? No sólo en tu caso, en general en el sector.
–Sí; y quien diga que no, pues creo que no es real. Nosotros a lo largo de los veinte años que tiene nuestro local lo que hemos tenido es el balón de oxígeno de nuestra clientela que ha sido fiel. Mi mujer es sumiller y yo un mínimo cocinero, y pensamos que podemos continuar pese a todo…
–¿No te da respeto lo que esté por venir?
–Mira, los que somos empresarios tenemos que tener presente que es posible que en otoño vivamos una desaceleración. Por eso, tenemos que pensar mucho las inversiones que hacemos y los riesgos que tomamos.
Del Toro desgrana en la conversación su trayectoria. La vocacional como cocinero, que nace en un local familiar que en pocos años cumplirá un siglo de historia, y la de empresario como hostelero, que comenzó abriendo su propio local en Valencia en 2003. De lo primero, de sus orígenes, me recordó que se crió en un bar, en la cafetería Aduana, en el puerto. Y que allí afloró todo. «Fue un negocio que montaron mis abuelos y que continuó mi padre, porque el suyo falleció en un accidente de tráfico. Un modelo muy familiar con todos metidos allí….», rememoró.
«Dijimos adiós a la estrella y nos pusimos a hacer almuerzos, desayunos… Y, de un menú de 90 o 100 euros, pasamos a otro de 20 euros. Pero encantados»
Aquello fue la base de lo que luego fue su carrera profesional, pasando por el Ángel Azul con Bernd H. Knöller, La Hacienda con Nazario Cano y Martín Berasategui, que supuso el gran cambio de visión. El empuje final para la alta gastronomía se lo dio Manolo de la Osa. Y de allí, ya saltó la frontera. Montó su propio local. Nació el cocinero empresario.
–Estando con Manolo ya monté mi restaurante. Y ya, con esa apertura supe lo que era sufrir una crisis.
–¿Qué pasó?
–Al mes y medio de abrir tuvimos las obras del metro que cortaron la calle durante más de un año.
–Pues empezaste fuerte.
–Bueno sí. Era ese momento de efervescencia y locura del inicio. No tenía ni carta. Sólo ponía, carne o pescado. El precio medio entonces era de 6.500 pesetas. Tenía 27 años y todo dentro… Ahí se comía lo que yo decidía (ríe).
–Fue el momento en que te llegó la estrella Michelin.
–Sí, fue la época del 2003 al 2009. En medio de ello llegó el 11-S y todos nuestros clientes se esfumaron. Vivimos otra recesión económica. Aunque fue en 2007, cuando hacemos la reforma del restaurante más potente y ampliamos el local, con un traspaso tipo Rockefeller y una gran inversión, porque era la época del ‘todo vale’. En 2008 nos cazó la crisis más aguda.
–La fecha más dura, entiendo…
–Estuvimos dos meses sin entrar clientes. No podían venir los nuestros porque estaban despidiendo a sus trabajadores. Y dijimos adiós a la estrella y nos pusimos a hacer almuerzos, desayunos… Y, de un menú de 90 o 100 euros, pasamos a otro de 20 euros. Pero encantados.
Recuerda Del Toro que del bogavante se fue a la sardina y que el nexo de unión de ambas cosas es quien las trata y su creatividad. Y, en este caso, el cocinero era el mismo. Y esa visión llevó a poner sobre la mesa de conversación qué busca realmente el cliente. Y a pensar si la hostelería, que ha deambulado en los últimos tiempos, en la escalada de grandes menú muy creativos y muy miméticos, necesita revisarse. Que lo importante no es el qué, sino quién. Que en la impronta de quien cocina esté, su identidad, su manera de hacer, de entender la gastronomía. La suya; no la que marquen otros o la moda. «Creo en la identidad culinaria. Piensa que en el negocio vives no de los críticos, sino del cliente y el día a día. Y ellos son los que deben marcar lo que debes hacer».
–Un cocinero no tiene que depender de un crítico para marcar las pautas de su negocio.
–No, pero sí que debe estar atado a la actualidad. Al momento. Mi abuela hacía un tipo de garbanzos y yo tengo que hacer ahora uno desgrasado, que se disfrute y me permita luego seguir trabajando. Lo importante es, en cualquier caso, que cada uno tenga su discurso. Lo que no tiene sentido es copiar a otro… Yo quiero que vengan a comer mi carpaccio de pez limón.
Y siguiendo ese pez limón, Alejandro fue desgranando cuál es ese discurso que le diferencia. Qué busca. Su «paranoia», como él dice. «Quien me conoce sabe que, por ejemplo, ahora que es verano yo apuesto siempre por una sopa fría, unas ‘clotxinas’, un pescado… Son cosas que creo que reflejan también Valencia».
Esa Valencia centra su mirada al futuro. A Alejandro Del Toro la pandemia le cogió subido a un nuevo proyecto. Una alquería donde ofrecer comida valenciana y un huerto para abastecerlo. A él se han entregado junto a su mujer durante los meses de confinamiento. A su huerto. Su objetivo es, si la burocracia administrativa y las pegas le dejan, rehabilitarla y crear un punto de encuentro gastronómico cien por cien con sangre valenciana. Como él, el cocinero bravo con más vidas que un gato. O un toro. Un miura de la cocina valenciana.
>EL SUEÑO DE LA ABUELA JUANA
«Hablemos del futuro», le pedí. Alejandro rebobinó su cabeza. Y volvió a antes de la pandemia. Cuando trabajaba en hacer realidad un sueño. Se llama Juana, como su abuela. Alquería Juana. Y es un lugar en La Punta donde están cultivando sus productos y donde quiere abrir su nueva casa de comidas. Sin plazos, pero sin pausa. Si la burocracia habitual le deja. «Un lugar donde vivir y hacer un restaurante de producto cien por cien valenciano. Sostenible… Donde en vez de merluza de pincho tengamos el llus valenciano; y nuestras verduras y arroces…. Un lugar donde poder devolver a nuestra tierra todo lo que nos ha dado», se confiesa.
Para él y su esposa, un proyecto de vida muy emotivo. Por lo que representa en su evolución dentro de la gastronomía y porque representa el mejor homenaje que le pueden hacer a su abuela Juana. Con ella, de alguna manera, comenzó todo. Con ella, en aquel bar Aduana, donde estalló esa cocina que Del Toro lleva dentro y quiere dejar fluir desde sus raíces en ese sueño con nombre de mujer.