ESPECIAL MADRID FUSIÓN
cap. 1. LA CONTRACRÓNICA De la nariz de Jordi Roca al champán para Capel
Siéntate en la mesa. Observa lo que se esconde detrás de un plato. Un guiso o pescado. Un postre o un foie trabajado. Intenta ir más allá de sus aromas, de sus texturas, de sus sabores. Contempla lo que allí se ha cocinado y ves más allá del proceso de alquimia, de si es vanguardistas o de la vieja escuela, de si muy mediterráneo o afrancesado. Ves incluso más allá del producto para viajar con él y descubrir ante un plato que en él se pueden esconder historias emocionantes, pasionales e incluso estremecedoras. Los rostros de aquellos que hacen posible lo que te vas a comer. Desde quien recolecta la sal bajo un sol atroz hasta quien cuida la carne de llama a 2.000 metros de altura.
Esta es una de las enseñanzas que me dejó Madrid Fusión
María cuida las llamas a dos mil metros de altura en el norte de Argentina. En Jujuy. La carne de esas alpacas luego se servirá en restaurantes de nivel en Buenos Aires. Posiblemente nadie sabrá que detrás de ese bocado, trabajado quizá por un chef como Germán Martitegui, hay una historia personal repleta de sacrificios. Una historia forjada en las alturas, en ese lugar que parece que el cielo se fusione con la tierra, en el que el sol se come la piel y los ojos de sus habitantes brillan poseídos por el soroche.
El chef del restaurante Tegui posiblemente utilice también sal de la Gran Salina situada en el norte del país criollo. A un centenar de kilómetros de Pumamarca. Un lugar impresionante a la vista pero estremecedor. Un desierto salino donde jóvenes, posiblemente menores de edad, trabajan por sueldos míseros bajo un sol destripado, con las caras tapadas con pasamontañas y gafas ahumadas, extrayendo ladrillos de sal que luego serán procesados y preparados para que acaben sazonando elegantes platos en restaurantes de alta alcurnia.
Libia Berrío hace el mejor mongo-mongo de toda Colombia. O eso dice el reconocido chef del restaurante La Comunión de Cartagena de Indias, Charlie Otero. El cocinero puso en valor en la última edición de Madrid Fusión el trabajo de esta matriarca del típico dulce cartagenero. Ella lleva trabajándolo con sus manos –”que Dios me las proteja”, reclamó en un vídeo– toda la vida. Cogiendo los plátanos maduros y machacándolos para luego ir añadiendo todo tipo de frutas tropicales. Otero se ha propuesto poner en valor a Libia y, junto a ella, a aquellas mujeres que trabajan la fruta de su país, haciendo de ella la esencia de su existencia. Rostros como los de las palanqueras que llenan de sabor y sentido la vida cartagenera entre aromas de lima, mango, ñame, mora.
María y las llamas; Libia y el mongo; Jesús Sanz que sirve al mítico restaurante SantCeloni un queso ahumado que estremece y habla de la cava de Campoveja,o Toni Devis que le ofrece arte agrícola a Ricard Camarena para sus platos, esos que luego degustamos con pasión sin pensar que detrás de esa alcachofa con trufa y caldo de ave hay una dedicación inmensa. Una vida, a veces tremendamente dura, como la que se entrega en cada grano de sal que viene de Jujuy recolectado por manos rotas por el trabajo y pieles arrasadas por el sol.
Chefs con la sensibilidad desbordada se han empeñado en la última edición de Madrid Fusión en poner rostro a lo que luego ellos, con la alquimia de por medio, cocinan. Poner en valor no sus platos, sino lo que hay detrás de ellos. Miradas, vidas, a veces desgarradoras, que hay que descubrir para entender que la cocina es mucho más que la magia de un guiso. Besos.