DIARIO DE UN CHICHARRA TRAGONA
CAP1.- ARROCES DE LUJO, TACOS Y ASTRONAUTAS CAP2.– JOSEAN ALIJA, EL CAZADOR DE ALMAS CAP3.- AZURMENDI QUE ESTÁS EN LOS CIELOSReportaje fotográfico ©Jesús Trelis
“¿Humano o divino?”, me preguntó un amigo nada más abandoné Azurmedi. Dudé ante el dilema. No había visto a Eneko, pero sí sus signos. Y sus signos me hicieron creer. Mi fe con el cocinero de la amabilidad extrema se había desatado. Había saboreado su pan y disfrutado su gloria. Había caído a sus pies como el fiel más devoto y lo hacía convencido, satisfecho, entregado. Había sido testigo de su milagro (culinario) en mitad del valle y había contemplado cómo su historia estaba condenada a seguir creciendo. Creciendo como un roble hermoso, potente, inconmensurable. Un roble, un olivo milenario, un castaño…o quizá todos a la vez. Un árbol (diría sagrado, si no sonara a exagerado) que se eleva sin límites hacia el cielo, tocando las estrellas (tres o veintitrés) y abrazando los soles (tres o treinta y tres).
Fui a visitar a Eneko, recibí su bautismo y volví a creer en esto del buen comer. O quizá creí aún más en ello. He visto la luz y he sido feliz. Tanto que vi el cielo. La gloria.
Esto es el diario de verano de una Chicharra Tragona,
pasen y lean.
26 de julio. Azurmedi. Larrabetzu.
A los pocos días de haber estado allí, con el zurrón repleto de recuerdos imborrables, regresé en sueños al valle de Eneko. Me senté ante un árbol –el árbol-, puse mi espalda sobre el tronco y acomodé sobre él todo lo que llevaba dentro. Respiré pausado y miré hacia arriba, hacia el cielo. Las hojas del majestuoso roble se movían pacientes, dejando correr entre sus ramas una brisa suave, casi monacal e impregnada del espíritu del Norte. Las nubes paseaban serenas por un cielo tan azul que parecía espiritual. Un diván por el que dejar flotar los pensamientos de un espía soñador.
Apoyado en él, fui recordando lo vivido el día que viaje por Azurmendi. Y volví a sentir su madera, su savia corriendo desde el fértil suelo hasta el último brote de sus ramas. Me levanté, miré al árbol y me lancé hacia él. Lo abracé como a un padre, apretándolo; oliendo sus aromas, sus perfumes; sintiendo sus matices, sus texturas; saboreando sus locuras, devorándolas; descifrando sus mensajes, recitándolos.
Apreté el árbol que escondía el alma del cocinero y lo azucé, lo zarandeé. Bailé con él y trepé entre sus ramas. Y salté, sentí, soñé, floté, imaginé, besé, lloré, viví… Reviví su historia, mi historia. Y sollocé feliz. Y sonreí, silbé, susurré canciones de libertad. Y glosé, recité, canté versos que nunca existieron. Y liberé, recé, oré el credo de una religión que se fraguó entre las cazuelas de un tal Eneko:
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PRÓLOGO
EL CIELO DE AZURMENDI
El cielo de Arzumendi es verde. Huele a hojas frescas, a salvia, a tomillo, a hierbas salvajes. A cebolla morada y pimientos, a calabacines en flor, a corteza de naranjo, a cacahuete y a mata de tomates enanos. También huele a algodón. Aunque el algodón no huela, el de Azurmendi sí. Desprende el aroma de la suavidad. Porque Azurmendi es suave, amable, tranquilo, sereno. Desde él se observa la paz. Masculla plácida por el prado.
Azurmendi esconde todos los verdes, los azules, los tostados, los rojos más cálidos. A veces granas, a veces sangre, a veces carmines oxidados. Hay agua y suena, como en la Alhambra, por todos los costados. Una fuente de tres caños espanta demonios, como un ángel líquido que recorre las esquinas de este valle en el que se da la mano el silencio y el cantar superlativo de un gallo perdido por algún caserío no muy lejano.
Azurmendi es viñedo y es txakoli (de llorar al probarlo); es un monumento al viento y a la hiedra recorriendo sus vericuetos; es un bosque recubierto por hojas que son hongos, hongos que son flores, flores que son versos, versos que son poemas, poemas que son alas, alas que son hadas, hadas que son magia, magia que es alquimia, chispa, humo, fuego… Fuego que es madera y madera que es árbol. Árbol que es Eneko. Y Eneko que es Eneko.
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I ACTO LA TIERRAEl txakolí te da la bienvenida. “En unos instantes ascenderá al cielo”, parece querer decirte la joven que espera en la entrada del templo. Sólo llegar hasta sus puertas algo te sobrecoge. La arquitectura es espectacular. Un jardín dentro del jardín. Y en él, la madera, el verde, el agua.
“Me acompaña”, me pidió uno de los duendes de Azurmendi ataviado con su corona de cocinero (unos tres metros hacia el cielo). “Hace calor en el paraíso”, me vino a decir cuando subimos una escalinata y vimos, bajo el sol de un verano aterrador, un huerto batallando con los rayos.
Aquello era algo así como un ARCA DE NOÉ metida en un invernadero, luchando con el diluvio solar y saliendo victoriosa de la contienda. Un arca espectacular en la que compartían espacio lechugas, cebollas moradas, pimientos… Productos de la tierra. Tierra con y sin bandera. “Es una representación de lo que se utilizan en los platos”, me comentó José (el del gorro de tres metros hacia el cielo). Aunque en realidad era parte del Catecismo que predica Eneko: defensa de los productos del terreno, mimetizarse con la tierra y su gente, mimar a los productores, hacer de la cocina una oda a eso que los sabios del delantal llaman Kilómetro O.
Metidos en el ARCA, un naranjo vino a mi encuentro. “Cómete mi corteza”, me dijo con tono seductor. Y un toque cítrico alegró el instante. Un hueso de aguacate saltó entre mis dientes y pasó a mejor vida. Y un elixir con hechizo incorporado (quizá de zanahorias, quizá de frutas) hizo travesuras refrescantes en mis labios.
Un pedazo de algodón voló por el cielo y se coló en mi boca como una nube de espárragos que anuncia tormentas de felicidad. Un calabacín encurtido hizo su propia batalla en mitad del jardín acabando sometido a unas pinzas cual castigo vil. Y un cacahuete brotó de bajo tierra y me dijo: “cómeme y coge fuerza”. Y sentí un enérgico revulsivo cremoso, arenoso, dulzón. Todo tan fantástico que me creí en un cuento como los de antaño: “abracadabra, mil perdices volando y mister Cooking, soñando”.
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II ACTO LA ASCENSIÓNDel invernadero bajamos como en una nube (de su algodón) hasta la entrada principal del templo. Otro joven duende con sombrero de tres metros y delantal hasta los suelos, se acercó con cara de cuento. “¿Un picnic?”, me vino a proponer. Creo que mis labios se extralimitaron y sonrieron más allá de lo sobrenatural, sin opciones a esconder mi desenfrenada felicidad. “Qué gozada”, murmullé mientras intuía un redoble de maestría en aquella cesta de mimbre –que hubiese inspirado a Tim Burton un cuento con garras y a Kipling, una fábula de bolillos o parábola de ganchillo-.
En su interior habitaban tres bocados de lágrima que hubiese sanado de golpe a la abuelita de Caperucita (la Roja, la que tonteaba con el lobo feroz: “qué boca más grande tienes…”). Milhojas de anchoas sazonadas en casa, maíz y huevas y caipiriña. Aromas, sabores y guiños. Color, textura y raíces. Meticulosidad, fantasía e ilusión. Los principios de Azurmendi –ese lugar tan local que es universal- paseando por el jardín de las delicias.
Disfrutando del instante, como si fuese Alicia ante el espejo, descubrí a la ‘truope’ de duendes de Eneko –ya sabes, sombreros de tres metros y delantales por los suelos- dando cuerda a la maquinaria del corazón que hace posible la magia del templo.
Asomé mi narizota (tan grande como las entradas de mi cabezota) y el espejo me tragó. Y, de pronto, me encontré con una veintena de pinches, chefs, cocineros con galones y otros hacedores de yantares propios de un semidios. “¡Hola!”, gritaron todos a una. Y mi cuerpo dio un revolcón. “Hola”, exclamé sonrojado, con rubor, silencioso… “Soy un espía acobardado, alucinado, encantado, un tipo que se ha escapado de la realidad.” Me miraron, les miré. Y comprendí: rigor, disciplina, vanguardia, técnica, tradición, pasión, devoción, sacrificio, horas, trabajo, amor… Todo se cocinaba allí. “Unas hojas de hongos”, me ofreció un hada superior. “¿Y un cóctel contra el desamor?”, me recomendó. Y me sentí como Heidi. Y noté a mi chicharra bailar claqué en mi corazón. Todo eso, por esas cosas que trae la emoción.
“Agur”, gritaron al verme marchar. “El cielo te espera”, cantó casi sin mirar el jefe de cocina con un temple ejemplar. O eso creí escuchar. 🙄
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III ACTO EL CIELOMe esperaba le cielo. Y en él, una mesa de 1,20 por 1,20. (Medí yo mismo y me ratificó un impactante sumiller). La luz lo ilumina todo. Las sillas eran como tronos con alas: los pies, si vas ya lo verás, poco a poco se iban despegando del suelo y empezaba, me sentía, flotar. A medida que la sinfonía sonaba, volaba más y más. Bajo mi nube, unos hermosos viñedos, una multitud de pequeños árboles que van creciendo, un horizonte repleto de caseríos dispersos, árboles y verdes intensos. “Azurmendi, ¿cómo puedes ser tan bello?”, exclamé. Y la mesa, se llenó de tierra.
De la tierra negra, como el azabache hecho oliva, brotó un olivo verde, casi plateado. “Aceituna helada y vermut”, me anunció una joven (no sé si aprendiz o hada ya titulada) con una sonrisa que sólo la gente feliz sabe dibujar. “Un bocado, dos emociones y la travesía por el cielo se ha desatado”, sentí al estallar en mi boca ese mordisco de esencia congelada.
Y la tierra negra se perfumó y tras ella llegó: un huevo trufado. “Disfrute de él”, me dijo desde la distancia un Quillo (de Cádiz, claro) enamorado del comer a lo sabio. Su presencia, majestuosa. Su color, cálido. Su sabor, extraordinario. (Recordé el reportaje de José Carlos Capel en El País hablando de los lugareños que le ceden a Eneko parte de su magia para hacer posibles sus milagros: huevos, maíz, queso… todos ellos bárbaros).
El divino manjar se esfumó rápido. La piel de gallina.Y como si fuera una de ellas, de las gallinas, o quizá mejor un gallo –o gallito-, mascullé un tímido: “quiquiriquí”, a modo de aplauso contenido.
Como una gallina, o un gallo, o quizá un ganso, volé un poco más alto. Hasta que tropecé con un manantial de agua de mar. Y el sol brilló excitante. “Nuestra ostra con algas”, me presentó el hada. La respiración se me cortó. “¡Qué cosa más hermosa!”, exclamé sin rubor. (Porque Eneko estaba de viaje, o si no en ese instante le hubiese dado mi primer abrazo de admiración. Bueno, mejor que estuviera de viaje porque le hubiese matado a abrazos…).
Aquello que vi ante mí era la sensibilidad hecha lienzo, la poesía hecha océano; una performance del mar, un tributo a Neptuno. El tartar de la propia ostra era terciopelo marino; las algas, suspiros de salitre. Y la ostra, un pedacito del corazón del Dios de todos los mares que se presentaba ante mí coronado con unas algas en tempura que me empujaron a ir perdiendo la cordura.
“Despierta, despierta de tu sueño”, me gritó desde donde estuviera Eneko. “Llega ahora un tipo majo”, imaginé que me anunciaba. “Le llaman txangurro y es del Athletic hasta la médula”. El animalucho apareció en un plato del color de la plata que era la mejor demostración del respeto del cocinero y los suyos a los productos que utiliza en sus poesías culinarias. (Como quien respeta a sus mayores y su pasado).
Txangurro emergió como un emperador custodiado por una guardia real: erizos, flores y guindilla. Intensidad, caricias y explosión. Todo en él seducción. De impresión. Para que no cese el subidón. El cuento del erizo que se enamoró de un txangurro una noche muy picante en la que llovían pétalos, flores.
Mi imaginación estaba desatada. Es lo que tiene despertar a la bestia. Andaba yo con el txangurro enamorado de un erizo (sin tapujos), cuando me deslumbró un destello de una luna de cristal que prometía armarla. Cristal que era tomate y sobre él (o en él) anguila que nadaba entre más tomates (sinfonía de sensaciones), que parecían competir en una sincronizada. (Un sorbete de tomate, remata la jugada con muchísimo arte).
Un plato refrescante, de sabores equilibrados que van dándole chispa a una creación que, cuando la analizas con el “pause” puesto, te das cuenta de cómo Eneko hace de la complejidad algo tan sencillo que estremece. Y ves cristal, donde hay magia.
“Toc, toc”, llamaron en mitad de mi ensoñación. “El Unicornio de Mar”, se presentaron. Abrí y allí estaba él. En mi nube. Un unicornio disfrazado de bogavante asado y descarrillado sobre aceite de hierbas y meloso de cebollino. Me excita pensarlo. “El cornete está hecho con sus patas y tenazas”, me explicaron. Pensé guardarlo como una reliquia, para adorarlo en mis noches de realidad. Pero la tentación era demasiado grande. Cogí el cuerno, lo mordí y sonaron las campanas en mi cielo. “Bienvenido a la Gloria”, me gritaron una legión de ángeles. Eneko el humano dejaba de serlo.
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IV ACTO LA GLORIAMe arrodillé y recé. Dando gracias, claro. “¿Qué más puedo esperar después de ésto?”, pregunté no sé demasiado bien a qué dioses o santos. Y entonces, en mitad del éxtasis, llegó un humilde cuenco de madera, como queriendo relajar mi excitación desbordada.
Era tan sencillo que me desconcertó. Como si encontrarás la muñeca con la que jugabas de pequeña o el coche de metal al que destrozaste las ruedas. Era un cuenco de madera con una crema de alcachofas lleno de intención. Como si mamá se hubiese colado en la cocina de Azurmendi y la estuviera liando. Sentí de golpe al olerla todo mi pasado. Sentí el ayer y me sentí infinitamente pequeño. Metí la cuchara y… literalmente lloré. Lloré. No te puedo explicar por qué. Pero lloré. Y en mi libreta de superagente escribí: gracias.
A partir de ese instante, todo ya fue distinto.
“¿Está bien, señor?”, creo que me preguntaron los duendes. Mi cuerpo levitaba. A lo Santa Teresa de Jesús. Éxtasis. Palpé el cuenco de madera de nuevo para asegurarme que aquello que me había comido era real. Y sí, era madera. Madera celestial, pero madera. “Podemos continuar”, me preguntaron. Asentí. “¿Aquí vivían Adán y Eva antes de… de lo de la manzana?”, pregunté aturdido.
Me di cuenta, entonces, que lo que me estaba sucediendo es que estaba despertando. Estaba dejando atrás ese mundo de agobios y sinsentidos que te atrapa, que estaban consiguiendo desterrar el asfalto y acariciar la fina línea de la felicidad. Y me di cuenta que Eneko, en efecto, tenía ángel. Un ángel dentro. Y sonriendo en vuelo libre,¡ seguí volando!
“Trigo asado con emulsión de leche de caserío y rabo” (1), me dijo un duende de la sala. Y me eché hacía el plato con garra: trigo, queso, raíz, toro, esencia de esencias, la brutalidad dentro de la brutalidad. Un paso más en el ‘no va más’. Tras él llegó una ventresca asada al sarmiento, con sus peculiares huevos fritos y un chupito de marmitako (2). Y tras él, en continua escalada, un foie gras frito con cebolleta y cerezas (3).
Todo fue como un estallido de sabores, de texturas, de saltos mortales, de redobles de fantasías. Una estampida de cocina celestial que liberaba toda la felicidad que espera en tu cuerpo a ser desatada. Y viendo mi sombra en la nube me dije:
“¡He resucitado!”
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V ACTO RESURRECIÓNHabía sido como un bautismo. El volver a nacer. El reencontrarme con la gastronomía de las verdades y la honestidad a raudales. Y con mis dos alas en movimiento, el resto fue hacer con los versos más dulces de Eneko, poemas de rima libre (sin tensión) que hablaran de libertad. Resucitar entre postres (y no tan postres).
I.
Llegó un lingote de cristal con coco y pasión,/
la tranquilidad, después de la tempestad./
La niña que besó al niño y le dijo la verdad:/
“si conmigo te quieres casar, al cielo me llevarás”./
II.
Llegó un palto celestial, como una carta astral:/
Tarta de queso azul, lágrimas de menta y labios de frambuesa;/
La heroína observó la escena y al ver tanta belleza sonrió:/
“Esto sólo lo puede hacer el señor de las estrellas”
III.
Llegó la oveja disfrazada: leche, fantasías y olivas negras./
Me jugué mis días a que ya no me sorprendía./
Alucine, salté, vibré; otra vez soñé y me entregué-/
Morí de emoción y, entre tierra negra, resucité.
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EPÍLOGO EL ÁNGEL DE MADERAA los pocos días de estar allí -te decía-, recordé en sueños lo vivido. Y sentí escalofríos al volver a degustar aquella crema de alcachofas en la que estaba todo lo que Eneko me había transmitido: el respeto absoluto al producto y a la tierra; la entrega a la tradición con la visión del cosmonauta; la calidez del lugar, de la gente vasca, de la madera de aquel bol que parecía bendecido por todo tipo de ángeles y arcángeles; la caricia, la entrega, la infancia, los recuerdos, la madre, su gente, mi gente, los sueños. El éxtasis de la vida.
“¿Humano o divino?”, me preguntabas José Antonio en un gastrotuit. Eneko es muy humano. Tanto que a nosotros nos parece divino. Pese a que a él, todo esto le debe sonrojar. Diría que, incluso incomodar. “¡Palabrerías!”, murmullará amable. Pero sí, Eneko lleva un ángel dentro. Un ángel con pendientes, con el rostro cincelado por el viento del Norte y con la mirada tan serena que, pese a la no presencia, se hace penetrante. Eneko es Eneko. Nogal, avellano, ciruelo, naranjo, olivo milenario… O todos ellos. Un roble que cuando te sientas a su sombra te acerca a la gloria.
Gracias Eneko y gracias a tu genteSEGUIREMOS SOÑANDO. Y TE QUIERO A MI LADO.
(si tú quieres)