Tengo ese nudo que se nos pone en el estómago cuando nos atropella una pésima noticia y necesito desanudarlo. Y a mí, eso sólo me sale dejando soltar palabras como quien deja escapar con ellas los pensamientos. Quizá los sentimientos.
Me dio un calambrazo descubrir que alguien al que admiraba había partido. Esas cosas duelen cuando llegan por la espalda, tanto que sientes tristeza a quemarropa. Mi primer pronto al saber que Ramón Lizeaga estaba ya en su cima, mirándonos y quizá protegiéndonos, fue sentirme aturullado, no saber qué hacer e intentar reprimir las lágrimas. Aunque ellas van a la suya.
A los pocos minutos creo que suspiré, pensé, hablé con gente que le conocía y recordé. Desde aquel instante, cada dos por tres, me viene algún recuerdo. Y eso que, en verdad, sólo había coincidido dos veces personalmente con él. Y otras cuantas a distancia. Pero, ¿sabes esas cosas que pasan que uno siente cierta química con alguien, que se siente bien, que aprende tanto a su lado, que luego te marca para siempre? Con Ramón me pasó. Y no me pregunte usted por qué pero, desde que compartí mis primeras palabras con él, le intuí un fondo especial que ha perdurado en mi rincón de las sensaciones siempre.
Descubrí su maravilloso queso azul en Valencia en una jornada de quesos artesanos que organizó Germán Carrizo y Carito Lourenço junto a Rubén Valbuena. Allí ya me enamoré de por vida de su sabor, de esa historia que te contaba su queso cuando llegaba a la boca, y te enviaba directo a Aia, a sus pastos, a sus ovejas, a su mundo. Fue desde entonces mi amor platónico en ese mundo de los quesos.
Aunque a Ramón, de verdad, lo conocí a él y a su filosofía de vida en el Encuentro de Queseros artesanos que organizó el gran Rubén de Cantagrullas. Tras ese señor que hacía posiblemente el queso más maravilloso que jamás había probado, se escondía un artesano de pura cepa que era, por encima de todo, humilde hasta en el andar. Un tipo sabio en la palabra y en la filosofía de vida, al que se le escapaba la ternura con la mirada y la sonrisa sincera cuando te contaba las cosas de su quesería. El alpinista que quiso ser pastor. Un enamorado a rabiar de la montaña, de su Aia y su familia, que eran todo en su vida.
“El queso es la conserva de la leche”, me dijo en uno de esos encuentros. Su queso era en verdad mucho más, la conserva de su manera de entender las cosas, los días. Porque como él, su queso era honesto, contundente en razones e intenso como el valle que le acogía. Era verde, era musgo, era el monte despierto, revoloteando allí dentro. Sus quesos, como él, eran medicina, magia, ilusión, pasión, entrega… Pura filosofía, ética, verdad. Ramón Lizeaga era verdad.
Posiblemente esto sean sólo palabras sin más. Pero lo necesitaba. Y se lo debía. Por haberse cruzado en mi camino, aquellos días y otros muchos que llegaron cuando en mi mesa me asomaba a su queso y lo veía. Se lo debía. Y aún le debo mucho. Aunque ni siquiera el supiera.
“¿Te acuerdas amigo cuando hablábamos del fenómeno Decathlon”, le diría compartiendo una cerveza y cualquiera de los quesos de su quesería. Y yo le diría que ando loco en mi papel de espía, pero igual de apasionado. Y quizá él me contara algo de su tienda, de su familia. Y seguro que acabaría diciéndome: “soy un pastor en la reserva”. Y sonreiría, casi silencioso. Discreto, sin hacer ruido. Como las ovejas se pasean por los valles.
Abrazos y besos a los que le quisieron, le acompañaron y lo vivieron. Descansa en paz, amigo.