Una yema rebozada con algas, una manzana que ilustra la podredumbre, una merluza que acaba en manos de un sake, una simple gota de un caldo espeso que busca emocionarte. Junto a todo ello, vinos casi celestiales que te encogen el alma. El maridaje en Mugaritz no es un juego de armonías. Va mucho más allá. Lo líquido y lo sólido se une en un todo que es el que acaba convertido en una única e irrepetible sinfonía. Esa que te hace vibrar al son de las copas y los platos.
Cap 1. El vino de los 300 años.
Cap 3. Quinteto líquido para Aduriz
Reportaje fotográfico ©JesúsTrelis
«A él no se le entrevista, se le escucha». Leí la reflexión en un reportaje sobre el filósofo Zygmunt Bauman. Con ellos pasa lo mismo. No se les entrevista, se les bebe. Y cuando te los bebes, tienes que ir escuchando lo que cada sorbo te va contando. Son el quinteto líquido de Mugaritz. Suaves, pero penetrantes; emotivos, pero contundentes. Algo así como el Adagio de Albinoni, que te atrapa hasta embriagarte de bienestar. Quizá sea felicidad.
Guillermo Cruz tiene buena parte de culpa en todo eso. Es el jefe de sumilleres del restaurante. El niño prodigio del descorchado. El que tiene por delante un trepidante futuro envolviendo de frescura, pasión, locura, ese maravilloso mundo licuado de viñas y barricas. Un mundo que él te acerca de forma sencilla. Elegante. Con una sabiduría vasta que camufla bajo esa aparente sencillez que se llama cercanía. «Si fuéramos un quinteto, él sería la batuta; quien dirige», afirma Silvia, en el momento en el que conversamos sobre sus vidas y sobre ese equipo que han formado bajo el paraguas de ese Zygmunt Bauman de la gastronomía llamado Aduriz. Andoni Luis Aduriz: un cocinero empeñado en llenar la gastronomía de luces que te hagan abrir los ojos, que te iluminen, para que: más que comer, vivas; más que gozar, flotes; más que dejar pasar el tiempo, reflexiones.
La misma filosofía aplica Guillermo a la hora de abordar sus maridajes y desbordar las emociones. Es el trepidante director de ese grupo de cinco que interpretan cada servicio de Mugaritz su sentida sinfonía. «Silvia sería la parte dulce de una flauta; ella es directa, con esa sensibilidad femenina que nos arropa al equipo», desgrana Cruz. Silvia es su compañera de trabajo. Y su compañera de vida. Su esposa. Cada vez que habla de ella, la mirada se le ilumina. «Yo soy del 82, que fue una añada excepcional», asegura jocosa la joven segoviana, con esa sonrisa entre cautivadora y refrescante que engulle. «Él es del 85, que es muy buena añada, pero no excelente», bromea Silvia, que acabó seducida por el vino después de estudiar Artes Gráficas y descubrir que lo suyo era, en realidad, la hostelería.
«Tomás sería como una trompeta; algo fresco, con mucho ritmo», dice mirando a su compañero. «Y Edu, la batería: la fuerza, el que pondría el Rock and Roll al grupo», añade Tomás. A Javier le definen como alguien serio y muy elegante. «Es como un violonchelo», sentencian, mientras él sonríe. Los cinco parecen un grupo de amigos de toda la vida. Aunque en realidad forman parte de un equipo de sumilleres único, insultantemente joven, apasionado hasta la médula.
Cinco ‘cuentavinos’ que creen en su trabajo de una manera tan excitante que acaban conquistando a cualquiera que les escuche descorchar su enérgica sinfonía por la vida. Una vida en la que se dedican a servir felicidad por copas. Como el poeta que reparte versos para contagiarte sentimientos.
«¡Hoy el espacio yace espléndido! /
¡Sin frenos, espuelas, bridas, /
Cabalguemos sobre el vino /
Por cielo divino y feérico!»,
escribía Baudelaire en su vino para amantes.
«Puedo decir que tengo el mejor equipo de sumilleres del mundo», sentencia rotundo Guillermo, tomando la batuta del encuentro. «Se lo digo a quien quiera; sé lo que han conseguido cada uno desde que entró y es apasionante», insiste. «Lo más importante de un sumiller son sus valores; y en este equipo también». Guillermo los desgrana con viveza, porque los tiene totalmente procesados: «el primero es la generosidad». Generosidad a la hora de compartir con los compañeros y con los clientes. A ello une ser cercanos y la formación continua. «El esfuerzo es vital», remata. «A nosotros nos gusta vivir en zona de conflicto; no nos gusta caer en el confort; viajamos juntos, abrimos botellas para compartir… Al final, crecemos juntos; es lo más bonito de esto», explica el sumiller que tiene, a sus 32 años, todo un frenético currículo que no parece tener fin. «Éste es un equipo que lucha por ser cada día mejor. Cada uno de ellos desborda talento, son buenos profesionales, pero también muy buenas personas», enfatiza.
Sus palabras se entremezclan con las de sus compañeros de la cocina del Laboratorio. Allí afinan platos para la próxima temporada. Todo parece mágico: ellos y el entorno. Como si juntos estuvieran construyendo un sueño. Y tú, gozándolo.
A los cinco les une la pasión por el vino. Y los cinco hacen de ella una profesión en la que generosidad, formación sin sosiego y cercanía son clave. Es el efervescente equipo de sumilleres de Andoni Aduriz: otra forma de entender el arte de descorchar botellas que les ha convertido en un referente indiscutible más allá de la frontera del roble. Son el futuro.
GUILLERO CRUZ. ZARAGOZA, 1985
UN REISLING / La batuta
Si fuera un vino sería un Reisling. «Tensión, mucho peso, mucho potencial incluso con el envejecimiento», destacan de él sus compañeros. Si fuera una botella sería un Keller Kirchspiel, un vino de porte aristocrático e impregnado de excelencia. «Cuando nos juntamos y abrimos varias botellas, si una es un Keller siempre es el campeón», remarca. Como Guille. El que fue elegido mejor sumiller de España es idolatrado por sus compañeros. Hay motivos. Es la elegancia de lo sencillo, un contundente presente y un trepidante futuro.
JAVIER PÉREZ. BARCELONA, 1986
UN BORGOÑA / El violonchelo
El sumiller de voz potente y gesto meticuloso iba para abogado pero los tatinos se cruzaron en su camino. Asegura que los vinos de Egon Müller le robaron el alma. Fueron a su bodega y le cautivó. «Imagínate, probar uno de sus vinos en el salón de su casa… Es irrepetible», confiesa. Sus compañeros ven en él, sin embargo, «un Borgoña». «Es la elegancia que no para de superarse; a alguien al que el tiempo le viene muy bien», dice Tomás. «Ser un Borgoña no está mal», bromea él.
SILVIA GARCÍA. URUEÑAS (SEGOVIA), 1982
UN SAKE/ La flauta dulce
«Ella no es una uva, es un sake; el Yamada Nishiki», sentencia Guille. «Decir Sake es hablar de cultura de la sensibilidad, de la emoción, de solera, de transmitir conocimiento…». Todo ese mundo esconde Silvia. La joven que estudió Artes Gráficas, pero acabó trabajando en la hostelería. Se hizo sumiller justo cuando un familiar padecía problemas del alcoholismo. «Quise sacar de su lado oscuro algo positivo; y el vino me ha devuelto con creces lo que pudo ser malo».
EDUARDO CAMIÑA. MEAÑO (PONTEVEDRA), 1992
UN JEREZ/ La batería
Guillermo mira a Edu y se pronuncia contundente: «Es un Jerez». Tras el anuncio, la reflexión: «Es la perfección imperfecta, la excelencia pura, que se tiene que desgranar para poderla disfrutar. Cuando lo entiendes, te atrapa, te envuelve…». Para él es un cumplido. Cualquier alusión al mundo del vino él lo vive como un cumplido. Su vida, de hecho, está desde siempre ligada a él. Creció en el corazón de las Rias Baixas y desde los 17 años anda hablando con ellos. Con los viñedos.
TOMÁS UCHA. BUENOS AIRES, 1992
UN ASSYRTIKO/ La trompeta
Desde los diez años vive en Galicia. «Mis padres se vinieron por lo del Corralito», confiesa. Desvela que se metió en el mundo del vino por el propio Guillermo. «Él no se acordará, le escribí para felicitarle cuando ganó el campeonato de España; quería trabajar con él». La vida da esos regalos. Ahora está a su lado y es el propio Guille quien dice que Tomás es como un Assyrtiko. «De esos vinos que se crían en suelos pobres, propio de la zona de Santorini, pero que cuando lo tomas son como un cuchillo: contundente, rápido, muy fluido». Tomás está por descubrir. Pero promete.
Con ellos empecé esta aventura. Y con ellos acaba. Una historia al revés, en tres, que empezó ese 18 de noviembre a las 11 y algo de la mañana. Acabó ocho horas después. Más o menos. Tiempo suficiente para comprender. O quizás no. Al final vivo sometido al desorden de las emociones. Ya añoro la sombra del roble y suspiro por un Jerez.