Estudió para delineante industrial, comenzó creando prótesis para una multinacional, después se adentró en el marketing y continuó trabajando con una empresa del metal. Sin saberlo, todo eso iba a eclosionar el día en que descubrió que con sus conocimientos y su creatividad podía convertir viejos utensilios de cocina en esculturas con mucha vida. Y se hizo mago.
De una tetera nace una reina; de una espátula, un boquerón que, más que bucear, vuela. Con una vieja lechera, te hace una vaca bien dotada; de un cepillo de limpiar setas, una medusa hermosa que te cuenta una historia, tan trepidante como ésta que míster Cooking te teclea. Aunque más que una historia esto debería ser un cuento en el que viejos objetos de cocina, condenados a formar parte de una chatarrería, resucitan en una segunda vida. Como si fueran parte de un nuevo cuerpo, embudos, sartenes, cucharas y cucharillas se convierten en habitantes de un mundo particular. Un planeta que moldea un señor de poco pelo y canoso y mirada de tipo bondadoso llamado Benjamín Carreres. Benja para los amigos.
Un cuento, te decía, que debería empezar con un: «érase una vez un geppetto de las cazuelas que, un buen día, recogió unas ramas del campo y con ellas creó el esqueleto de un pez». Ese día se dio cuenta que el alma danzaba viva en las cosas aparentemente muertas. Y todo estalló. «Yo era delineante industrial, estudié eso, y empecé a trabajar en una multinacional que se dedicaba a crear prótesis; de hecho, diseñé la primera prótesis de rodilla de España, que se implantó a cerca de tres mil personas», explica. «Estuve en esa empresa unos veinte años; la dejé por temas de presión y me dediqué al marketing, hasta que acabé, en Moncada, en otra firma en la que exclusivamente he trabajado metal-mecánica y donde he logrado experiencia para tratar el hierro».
Fue con esos ingredientes como se abalanzó, casi sin darse cuenta, en la que es ahora su nueva profesión. Y, por encima de todo, pasión: creador de almas a partir de desechos. Un reciclador de objetos con tanto ingenio que es capaz de hacer de una bisagra, una libélula; de una azada, un ‘coll verd’; de un viejo extractor, un altivo gallo que te despierta, irremediablemente, el sentido de la admiración.
«Hace dos años, por internet, vi gente en Estados Unidos que reciclaba material y lo convertía en algo. Ese verano, en casa, hice lo mismo, primero con unas ramas de pino, que es cuando moldeé el esqueleto de un pez». En ese momento le entró el gusanillo. «Empecé en el garaje de casa, con cestos de naranjas, en los que iba colocando: tornillos, en uno; patas, en otro; elementos de cocina… los más grandes, los medianos, los pequeños». Ahora, entrar en un desván o en un corral de un pueblo perdido es, para él, como adentrarse en la cueva del tesoro. En cualquier objeto, en cualquier desecho, Benja ve una historia, un personaje, un cuento…
«Un amigo cabrero, que tiene cuatro mil cabras, me dio unas pinzas rotas que utilizaba para colocarles el DNI de plástico; las dejé en la caja de herramientas y fue la segunda vez que di con ellas cuando lo vi». Vio que, en esas pinzas azules que luego decapó y lijó dándole una mínima forma, se escondía un diminuto pero contundente dinosaurio. Como se escondía un ‘cabut’ –o pez burro– en un huevo de zurcir calcetines adosado a un filo de un contundente cuchillo. O un simpático hombrecillo, cocinillas de aluminio, con el cuerpo de un sifón de los que puso de moda Ferran Adrià y que en manos de nuestro salva cazuelas tiene vida eterna.
«Hay piezas que veo y que me dicen: por favor, dame una segunda vida». Y él, como hizo, con un trozo de madera, el padre de Pinocho, se la da. «Unas veces, a partir de una idea, hago como un trabajo de I+D y después intento plasmarlo, buscando las piezas; en otras ocasiones, es el objeto que te encuentras el que te dice algo». Un objeto que te habla y activa el proceso de creación, en el que Benja utilizará su segunda faceta, más allá de la creativa, que es la de tratar el hierro y los metales. Esa que le permite montar esculturas de manera que parecen estar sólo acariciadas. Unidas de forma sutil. Como si hubiesen sido así desde que nacieron en ese mundo de la chatarra resucitada. «No utilizo soldadura, me manejo con tornillos, remaches… Además conozco los pegamentos adecuados para este tipo de metales». Benja, con sus 55 años, habla entusiasmado como si fuera un joven aprendiz. Y muestra, con pasión, su libreta llena de bocetos.
«He traído una caja con el proyecto nuevo que estoy preparando; será un pulpo», confiesa. Un pulpo que nació, precisamente, comiendo un guiso casero en un restaurante de Bétera. «La base será esta pequeña cazuela de aluminio de toda la vida», muestra junto a otros artilugios. De ella saldrán las ocho patas a partir de bocas de tetera, de las que, a su vez, emergerán cucharones, espumaderas…». Dos quemadores de cocina serán los ojos; un escurridor, su sombrero. Ese pulpo inmenso bucea por su cabeza como un sueño que acabará teniendo su propia alma. Su vida. En este caso eterna. Benja, de hecho, te lo cuenta sobre un esquema que va variando una y otra vez. «Siempre tuve trazas para dibujar; en tercero de EGB ya se quedó sorprendida una profesora al ver el mapa de América Latina que había hecho», relata. Su hija, que nos acompaña en el encuentro, observa a su padre admirada. Junto a ellos, el cocinero Joaquín Schmidt, que hizo de contacto para esta historia.
«A mí me gustan mucho los peces; son muy potentes», me dice el chef. En efecto, un pez martillo, un boquerón y lo que podría ser un salmonete surcan los cielos de las fantasías de Benja ante nosotros. «Lo que más me gusta es cómo de la sencillez, de un sólo elemento, se puede sacar tanta alma», comenta el diseñador. «Menos es más», añade el cocinero. «Como en la cocina», remato. Y Benja, como un cuentacuentos, fue relatando que en sus historias sólo utiliza lo que aporta. Ni más, ni menos. Y mientras hablábamos de todo eso –imaginando qué fantasías arrancaríamos a cada pieza de chatarra que el diseñador nos mostraba–, en la cocina las cazuelas respiraban tranquilas. Sabían que, una vez acabada su historia junto al fuego, encontrarán el paraíso eterno en manos de este moldeador de vidas. La reencarnación bajo la piel metálica de un sueño que firmará un tipo de cara bonachona que, con los años, será clavadito a Geppetto.
EL SEÑOR GALLO
Quizá es una de sus obras maestras. Un gallo que nació de un extractor. Sólo le falta cantar al amanecer.
UN ACUARIO IMPOSIBLE
Las piezas más minimalistas evidencian que en lo más simple puede latir la magia. Sus peces son la muestra.
REINA CON EMBUDO
Una flanera y un escurridor como falda, una cápsula de gas como cara y en la mano, un embudo para brindar. Su reina.
EL REY PASMADO
Su alteza nació tras ver por segunda vez ‘El rey pasmado’. Lo tuvo tan claro que ya anda sobre dos cucharillas