La alta gastronomía mira a los ancestros y eleva, bebiendo de la tradición pero sin renunciar a las técnicas de vanguardia, salazones y salmueras al nivel de gran manjar. Saborear el mar es tendencia.
Decía Plinio que no hay «nada más útil para la salud que la sal y el sol». En el libro ‘La salazón de pescado, una tradición en la dieta mediterránea’, Gallart, Escriche y Fito recuerdan cómo, a lo largo de las orillas del Nilo, «el pescado era cortado y abierto por la mitad y suspendido en cuerdas para su secado al sol o al viento». Un proceso que combinaban con el salado. «Los egipcios secaban, salaban y prensaban las huevas de mujol», señalan. Lo mismo pasaba en todo el Mediterráneo, donde además, en la época romana, el cloruro sódico se comercializaba como si fuera el petróleo actual. De hecho, tal fue su importancia que a los romanos «se les pagaba con sal». De ahí, aquello del ‘salarium’. El salario actual.
En Dénia y en los pueblos costeros de su alrededor, el uso de la sal en la conservación de los alimentos era fundamental para la subsistencia de la población. Lo fue en el siglo IV antes de Cristo, cuando el tratadista gastronómico Arquestado de Gela elogiaba el pescado mediterráneo, y siguió siendo en la postguerra, cuando la sardina de bota era alimento común en las casas y, a nivel doméstico, se hacían salazones con sardinas, anchoas o musolas. Fue con la llegada de las nuevas tecnologías al hogar, cuando la sal como conservante pasó a ser algo ancestral. Residual. Algo del ámbito de la tradición que ahora renace gracias al empeño de cocineros que, como Quique Dacosta, Kiko Moya, Alberto Ferruz o Ángel León (mirando más al sur), se han empeñado en ponerlo en valor. Ellos y muchos otros que hacen de lo ancestral, algo casi vanguardistas. Como Pep Ronany que mira el buche del atún y casi lo acuna. Lo mima.
Lo que fue necesidad, comienza a ser un lujo para el paladar.
Si alguien dentro de la alta cocina ha abanderado en los últimos tiempos la recuperación de la sal como esencia de la cocina mediterránea ese ha sido Quique Dacosta. El cocinero con tres estrellas Michelin en su restaurante de Dénia, ha puesto en valor aquellos salazones que tanto simboliza la tierra que le rodea y los han impulsado hasta convertirlos casi en moda. Su empeño ha sido tal que su presencia se ha ido incrementando en sus propuestas de los últimos años hasta tener, en esta temporada, un contundente peso. Tanto es así que su menú para 2018, denominado ‘El origen y la evolución’, es un sentido homenaje a los productos del mar y a la forma de tratarlos. Tanto que se podría decir que los convierte en algo casi sagrado para los que aman esto del buen comer. De hecho, la mesa de salazones –cada vez más innovadora e imponente– que Dacosta propone, se convierte en un altar en honor al Mediterráneo y su historia. Huevas de mujol, de maruca, ventresca, sepia, sangacho… adquieren un protagonismo absoluto. Cada uno tratado con la sal en niveles distintos de afección y, en algunos caso, como su clásico pulpo, simplemente acariciados por la brisa del mar. Una lección magistral.
Una ofrenda de sal. La tabla de salazones de Dacosta es una ruta por la cultura de la sal. El maitre, Giovanni Mastromarino, los muestra y sirve mesa a mesa.
Ventresca curada: Es uno de los productos estrella. Melosa, sutil, sabrosa.
Huevas de maruca: Se sirve casi tierna, como un delicado e intenso paté. Lo más parecido a una torta del casar del mar.
Sepia macerada: Tiene la textura y la apariencia de un tocino marino. De textura chiclosa es quizá lo más sorprendente.
Huevas de mujol: toda una explosión marina. Delicioso.
Huevas de bacalao: Pura potencia. La pieza tiene el aspecto de la sobrasada.
Sangacho: Es trepidante. La parte más intensa del atún. Se usa en la titaina.
El chef de l’Escaleta, Kiko Moya (dos estrellas Michelin), también juega con las caricias de sal. Y lo hace, por ejemplo, dejando madurar la ventresca en una caja rodeada por paredes de sal prensada. Un salazón que acompaña con ralladura, atentos, de un corazón de atún tratado como si una cecina se tratara. Maravilloso, por cierto. Aunque su producto estrella, desde hace un par de temporadas, es su majestuosa gamba roja que suele tener sumergida en sal (según el tamaño) unas ocho horas. Su cuerpo (y cabeza, tratada al margen) mantiene intacta toda su dulzura, con las carnes contraídas aunque melosas, su sabor yodado y toda la frescura. Aunque no menos impresionante es la incorporación de tripas de atún (el bull) a sus arroces al cuadrado. Un virtuoso chapuzón de mar.
Gamba en salazón. Unas ocho horas en sal de media. Tras muchas pruebas, el resultado final es explosivo. Está algo más que buena.
El restaurante con dos estrellas Michelin de Xàbea te ofrece una tercera ventresca tratada con sal. En este caso, Alberto Ferruz presenta un atún secado unas horas bajo ella pero sometido después a un baño de sol que es el que hace aflorar todos los sabores y colores que esconde su propuesta. La sal, que da nombre a uno de los tres menús que el cocinero de Cariñena ofrece en BonAmb, es también protagonista de otros platos. Como condimento, por ejemplo, gracias a un curiosísimo apio que lo transforma en ello, en sal, o como recipiente para cocer un pajel. Siempre, como está pasando este año con todo el menú de Ferruz, con un resultado sobresaliente.
Pajel en costra. La sal se convierte en costra para cocer un pajel, con carbón de puerro. El pescado queda meloso, delicado.
La impronta de la sal, en cualquier caso, está impregnando hasta el ambiente. No es broma. Ocurre, por ejemplo, en casa de Raúl Resino, que ofrece, como una de sus principales propuestas, alcachofas cultivadas al borde del mar haciendo que la salinidad del entorno se cuele hasta en el interior de la hortaliza. Sal, que a su vez, en su menú es la encargada de macerar los langostinos de Vinaroz (en su caso, de la lonja de Benicarló) que, el que fue mejor cocinero del año en 2016, sumerge apenas un par de horas en salazón para después servirlos casi en crudo y acompañados de todo un mar de algas y condimentos que hablan de la profundidad de los océanos.
Langostino. El chef de Benicarló sumerge en sal unos veinte minutos sus langostinos y los sirve. Es como una caricia. Pero resulta.
«¿Cómo cocinaría unas costillas?», pregunté a Rakel Cernicharo. Veloz contestó: «las sumergiría en salmuera». La última ganadora del concurso Top Chef también ha quedado seducida por el encanto de la sal. Tanto que la cocinera de Karak, en Valencia, se ha puesto a jugar con productos y salmuera. Y parece que le va a dar juego. «Estamos ahora probando, por ejemplo, con la carne», confesó. El resultado es bueno, la verdad. Aunque sorprenden más sus fermentados de frutas, con los que hace potentes postres salinos que descolocan. Pero cautivan. La seducción está servida.
Fresas Salinas. Son, en realidad, fresas fermentadas (no en salazón) que dan paso a un postre, sin embargo, muy salino.
Pep Romany ofrece en su restaurante Pont Sec pura tradición. Y si hablas con él incluso, en mitad de la conversación, te puede acabar mostrando la tripa y el buche del atún con las que trabaja para sus platos y cocas. «Es delicioso», confiesa mientras acaricia las vísceras del atún como algo mágico. En la obra ‘La salazón de pescado’ (editada por la Universidad Politécnica de Valencia) recuerdan que el budellet o bull (en valenciano) es un producto « poderoso, fuerte y penetrante similar al que podría tener el garum de la antigüedad». Y sí, en realidad tras las vísceras en salazón descubrirás la parte más ancestral de esa seductora y poderosa dama llamada sal.