Su apellido forma parte de la galaxia gastronómica. «Los mejores del mundo», les han calificado una y otra vez las listas más reputadas. Pese a todo, ellos siguen siendo Joan, Josep y Jordi: cuiner, cambrer de vins y pastisser.
Celler de Can Roca
Reportaje fotográfico ©JesúsTrelis
De vuelta de la Galaxia Roca me encontré, en el séptimo cielo, con un niño alado sentado sobre una nube. «¿Qué tal fue por allí arriba?», me preguntó. Desbordado aún por lo vivido, suspiré. «¿Qué es para ti estratosférico?», le repregunté. El pequeño masculló inquieto y respondió resabiado. «¿Estratosférico? ¡Pues a qué me va a sonar! A bestia; es como irte a la Luna, algo colosal, de otro planeta… Yo lo entiendo así», sentenció grandilocuente como el palabro con el que estábamos jugando. «Pues tú lo has dicho», sentencié observando el Universo. «Mi primera experiencia en El Celler ha sido estratosférica», subrayé.
Respondí con un término algo hiperbólico quizá porque seguía atrapado por la emoción. Y porque –posiblemente, sólo posiblemente– no hay experiencia gastronómica más hermosa que el primer bautismo de El Celler. «Llegué ingenuo –le dije al pequeño alado– y me he ido rematadamente enamorado». Sin saber que, en verdad, lo mío no era sólo amor sino obsesión. De hecho, sigo recordando cada instante, cada bocado y cada paso que di desde que subí aquella rampa estrecha y dejé a los Roca flotando entre sus astros.
Aquel día me sentí como George Méliès a punto de filmar un particular Viaje a la Luna. O mejor, a la Galaxia. Subí la rampa de acceso con las mariposas mordisqueando mi estómago y la curiosidad taladrando mis pensamientos. La primera escena es seductora a más no poder: la hiedra te rodea, una lluvia de flores blancas te agasaja, hermosas petunias multicolores decoran las mesas de madera ajada y una primera copa de champán, Fallet-Prévostat Extra Brut (leí), pone el acento al momento, como advirtiéndote que emprendes una travesía muy especial.
Ante esa mesa envejecida y rodeada de flores, cerré los ojos y me dejé llevar. Pronto descubrí que aquello era en realidad una travesía entre asteroides. Tres mundos en uno. Tres rocas sobre una mesa convertida en Universo y las tres revoloteando cada una en su órbita para acabar confluyendo siempre en algo que les une. Un mismo corazón que bombea desde la Tierra a la que siguen atados a través de un cordón umbilical que nace en su antigua casa de comidas. Esa que alimentan a diario sus valores y principios. Ese restaurante llamado Can Roca que hace ahora medio siglo, en 1967, emergió junto a una parada de autobuses. El lugar donde Josep Roca y Montserrat Fontané empezaron a escribir una historia que ahora gravita sola.
Quizá sea una osadía hablar en estos términos pseudo-científicos, pero si esto fuera un sueño, Joan, el mayor de los Roca, sería el Asteroide JKu*H20. J de Joan y Ku de cocinero (Cuiner, se hace llamar). Con K, porque esta letra rompe moldes, fronteras y le confiere libertad: osadía y atrevimiento sin perder la raíz y la identidad. Sin dejar de ser, por encima de cualquier algarabía, un hombre ante los fogones. Tal y como le enseñó mamá cuando a los 9 le colocó su primer delantal. O chaquetilla a medida, en verdad. Y es cocinero con asterisco (*) porque a la profesión la alimenta con una retahíla de cualidades: técnica, invención, reinvención, reflexión, movimiento, diversión, creatividad, autenticidad, libertad… poesía. Eso y todo lo que aprendió de la Montse y l’Angeleta (su madre y su abuela) y aún sigue camuflado por sus recetas, como esencia macerada. Recetas vivas y cambiantes como una estrella de mar que es gamba, una comtesa de espárragos (sublime!) un corte de cochinillo con melón (excitante… ¡qué crujiente!), un canelón jibarizado (y mágico), un hatillo de espardenyes y anémonas envuelto con piel de barriga del rodaballo (para que el hechizo sea algo más que extraordinario).
Joan es, además, H20. H de humildad, honestidad, del hombre que nunca dejó de serlo pese a que le quisieron casi santificar en el barrio de Taialà. Y es dos átomos de Hidrógeno y uno oxigeno. Puro, transparente, fluido, claro como el agua. Un asteroide que flota sin olvidar que su lugar está junto a un parque repleto de moreras y tilos donde juega la canalla y aparcan los coches el personal.
Atillo de piel de rodaballo con espardeñas y anémonas
(el plato, posiblemente, que más me fascinó… que ya es decir)
Josep es el Asteroide PiKaVi+5S. Complejo, aparentemente. Sencillo, personalmente. Pi de Pitu. Ka de ‘cambrer’ y Vi de ‘vins’, como se lee en su tarjeta de presentación. Con K, por lo mismo que su hermano: libertad. Esconde en su interior un asteroide líquido, donde brebajes casi taumatúrgicos danzan hechizados (como un aquelarre incontrolado de burbujas, olorosos, minerales, ácidos, colores y aromas afrutados). Un mar en el que se refleja su realidad. ¿Y el 5? Por los cinco mundos que esconde en su bodega: que es seda, es metal, es estrato, es esencia, es viñedo. 200 metros cuadrados de brebajes del más allá. Y la S, por su Sensibilidad extrema (hasta hacerte llorar cuando cruzas su bodega); por su Sentimiento (que te estremece porque te demuestra la verdad que esconde por sus venas); S de suelo (que es lo que le une al terreno, donde todo empieza); S de sueño (donde te instala cuando le vendes tus pensamientos) y S de Sincero, contundentemente verdadero. Como su bodega. S de sorbos, saca, siembra, sabor…
Jordi es AbraKadabra(x2). El menor de los Roca es el asteroide prodigioso. Magia en estado de gracia. Fantasía descarnada. El que convierte su planeta en un suelo de cristal que, al atravesarlo, te mete por un mundo dulce en el que las sensaciones se desbocan y te inyectan felicidad.
Jordi es el que te grita, cuando tu cabeza ya orbita desnuda por la Galaxia Roca, que todavía hay más. Un inmenso «Abrakadabra!», con K de Anarkía, que le deja volar su fantasía sin límites, más allá de lo que es coherente, regular, natural. Un bosque destilado donde, ante ti, hacen crecer las estalagmitas. Es K de quimika, que se transmite con su filosofía; de kreatividad, que es lo que domina su horizonte; de karicia que es lo que hay detrás de cada una de sus fábulas pasteleras que te sirve el ‘pastisser’ mayor del reino. Abrakadabra por dos. Quimeras al cuadrado.
Jordi es el atrevimiento tonteando con crujientes y musgo destripado, tierra destilada, una bola de cristal que estalla, sueños con sabor de regaliz, rosas y naranjas en manos de un tipo ‘rocambolesc’ capaz de darte de comer hasta su nariz y hacerte sonreír. Como un poema dulce que hubiese cocinado Lewis Carroll, Gloria Fuertes y una pizca muy canalla de un Boukowski, en este caso requeterefinado…
“Durante un buen rato permaneció sentada sin moverse, con los ojos cerrados,
imaginando el País de las Maravillas. Sabía perfectamente que le bastaba con abrir los ojos para volver a la realidad”.
Lewis Carroll (de ‘Alicia en el País de las Maravillas)
“Duerme larva de ángel.
Duerme mientras abro
los ojos, los brazos
para hacerte árbol”.
Gloria Fuertes (de ‘Nana al hijo del trapo’)
“…toda la esquina estaba
atestada de
humanidad por fin descontrolada y
libre,
riéndose.”
Charles Bukowski (de una ‘Extraña Mañana)
La GALAXIA ROCA es un lugar donde orbitan imposibles. Langostas con crestas de gallo, sepia con lías de sake, un maravilloso pato con su maíz tostado jugando entre cerezas y que se queda tatuado en el costado más sensible de la memoria. El Celler es Girona convertida en reflejo de cristal, un mar de caviar de caramelo, olivas vestidas de negro.
¡Seductora langosta con cresta!
¡Sepia, sepia, sepia… y sepia (con tesoro)!
Otro de los platos que han robado hasta el aliento a Mr Cooking:
pato con maíz y cerezas
LA LOCURA
«¡Estratosférico!», insistí al pequeño alado sentado en el séptimo cielo desde donde veía a los tres hermanos, allí arriba, orbitar. Volar por la gloria gastronómica pero sin dejar de ser los hijos de la Montse i el Josep. Quizá porque quieren seguir recordando que son los portadores del alma de aquellos tres chicos que se criaron en un bar de los de siempre. Y quizá por eso, cuando te haces una foto con Joan te señala con el dedo como queriendo decir que el protagonista eres tú, el comensal. Quizá por eso, cuando abrazas a Pitu tras visitar sus mundos, el apretón es tan sincero que te estremece su verdad, hasta emocionar. Y quizá por eso, el silencio de Jordi, su invisibilidad, te hable de sueños que vuelan entre sus manos y te acaban cazando en bolas de cristal rellenas de espurias de su pensamiento.
«¿Y dices que habían langostas con crestas de gallo?», me interrogó incrédulo el niño alado. Me reafirmé. Y le hablé de una ostra reinventada y en mil bocados hechizada; y de un consomé de sardinas a la brasa que me hablaba tanto de los Roca (la sardina denostada y por ellos ensalzada); del cordero con su tripa y sus sesos servido como las partes de un cuento; de un río de Barolo, otro de Chablis, de un manantial sagrado de Palo Cortado... Y recordando lo inolvidable, vimos amanecer una y otra vez. Hasta la eternidad. Que es lo que te queda después de volar por el Celler.
EXTRAS
P. D. 1 “Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres“, le dijo el zorro al Principito (*). Como él, yo ya preparo mi corazón para que se alegre pensando que algún día volveré.
(*) El Principito. Antonie de Saint-Exupery
P.D. 2 Lo leo en la ‘Fisiología del Gusto’ de Jean Anthelme Brillat-Savarin. “Convidar a alguien equivale a encargarse de su felicidad mientras esté con nosotros”. Ellos logran que la felicidad perduré más allá del Celler. Gracias a la buena gente con la que compartí Rocas e hizo posible que volara por allí.
P. D. 3. Nada más entrar una R medio durmiente se despertó en el mostrador de bienvenida y me dijo: “Aquí estoy yo”. La acaricié. Ella se removió bajo mi palma de la mano como si fuera un cachorro. La leona de Girona. Hubo química entre los dos. Al marchar, yo llorando de emoción, la R me sonrió. “Me has enamorado, querida”, le mascullé. Creo que se sonrojó.