Hay lugares que cuentan historias. Cantinas que huelen a poema. Bares que escriben en sus paredes andanzas y que te hacen cómplice de ellas nada más cruzas sus puertas. Hay cafés que tienen una belleza que no es física, un atractivo que te va seduciendo hasta que caes rendido. Hay bodegas con pasados vibrantes y con presentes bulliciosos. Hay barras que son burbujas de melancolía donde se entremezclan silencios con pasado; una mesa en la que escribe un tipo nostálgico; un grupo de amigos que brinda; un camarero que te mira a la cara y te dice: “buena suerte, amigo”. Como escribe Patrick Modiano en El Café de la Juventud Perdida: hay lugares “que son imanes y te atraen si pasas por las inmediaciones”.
REPORTAJE FOTOGRÁFICO JESÚS TRELIS
De esos sitios te vengo a hablar. De par en par. Iremos (seguiremos) cazándolos para hacer grande el catálogo de bares balsámicos, cafés cómplices o bodegas con encanto que se crucen por nuestro camino y actúen como imanes. Antiguos, clásicos o reinventados. Bulliciosos, acelerados o con el tiempo parado. Unos y otros, lugares con rostro, con nombre propio, capaces de tener tanta personalidad que merecerían un poema visual a lo Brossa; una canción a lo Sabina, ojos de gata.: “tú reinabas detrás de la barra del único bar que vimos abierto”. Tabernas con portal en la avenida de la felicidad.
Para abrir esta lata con chispa te vengo a hablar de un bar y una bodega. Ambos esconden el sabor de las cantinas de toda la vida, aunque cada uno con su historia particular y sus peripecias personales. Dos sitios muy distintos pero a la vez unidos por el entusiasmo; unidos por las ganas de exclamar que están vivos. De Pro Bar (en la Santa Faz) a Casa Montaña (en el Canyamelar). Una novedad y un clásico y, en ambos casos, buenos bocados que tomar y un puñado de experiencias sobre las que reflexionar.
De Pro-Bar…
… a Casa Montaña.
Santa Faz (Alicante). En un antiguo bar de la localidad me encontré con eso que da sentido a los lugares que tienen estrella. Con su alma. La encontré detrás de cada uno de esos rostros, de cada persona, que hace posible ese proyecto hostelero llamado Pro-Bar. Gente con sonrisa, el optimismo en el refajo y la implicación en su tarjeta de presentación.
Esperanza, Anta, Jamal, Belén, Isabel, Àngels, Adrián, Carlos, Manu, Ichi Jonny, Óscar, Esther, Pati, Patri, Alfredo... Todos ellos, y algunos más, son los que junto a Carl Borg y Dani Frías (socios y padres de la criatura) han hecho posible que en menos de medio año ese bar con espíritu moderno se haya convertido en una de las aperturas más exitosas del año en la Comunitat.
Un león en la barra que separa la sala de la cocina te da la bienvenida. Con una transparencia absoluta, el local se despliega ante ti sin secretos mostrándote todo lo que lleva dentro: los fogones que no paran, los bollos de pan que vuelan, buenos vinos que te miran desde su bodega, mucho personal atendiendo a la masa (clientes hasta la bandera), la pizarra que delata las sugerencias del día, paredes en las que no faltan fotos de sus fans, neveras bajo las mesas, servilletas bien dispuestas, un mortero, un bol, el reloj que marca las nueve y seis…
“Vamos a primar lo personal a lo profesional”, les leí en las redes sociales antes de que abriera Pro Bar. Querían que la gente de la pequeña localidad alicantina trabajara allí y que este bar reinventado formara parte de ellos. El éxito ha sido total. No por la integración, sino por la profesionalidad, sin arquetipos exagerados ni ataduras excesivas, con la que el personal de la taberna desarrolla su trabajo. Todo va rodado. Tanto que la cola de gente (clientes) para entrar se prolonga durante mucho tiempo. “Aquí no aceptamos reservas”, me dijeron al otro lado del teléfono cuando intenté conseguir mesa. “Pero no te preocupes, todo el que viene se va cenado”, me auguraron con amabilidad extrema.
Cené y no poco. Y disfruté. Mucho. Me sorprendieron algunas de sus propuestas. Unas por deliciosas, otras por osadas y la mayoría por acertadas. Me dejé llevar, que es lo que me gusta hacer cuando voy por primera vez a un lugar. Hubo un festival de bocados. Y dos vinos: un 8 Vírgenes para empezar y un Correcaminos, (delicioso) para acabar.
La cosa empezó con la ensaladilla, que en estos sitios nunca debe faltar. A mí, me pareció espectacular. Le siguió un sabroso tomate (de Altea) al desnudo (de esos que aún tienen sabor), presentado con ingenio (tanto que me lo he copiado y en casa ya lo monto +/- igual); un delicado ajo blanco (rico de verdad) con trufa de verano que (vaya novedad, en este glotón) también me encantó; y unas navajas, demostrando que hay producto del día y fresco, rematando esta primera tanda en la que bocados y tertulia fueron trazando los primeros mimbres de una cena entrañable.
El bocado que más me sorprendió (porque era darle una vuelta a la tradición de un bar) fue el de las cañaíllas con salicornia; el más tradicional, la escalibada, y el que más me alegró, las ortiguillas (que aprovecho para decirte, si aún no lo había hecho, que son otra debilidad de este espía).
La fiesta acabó con tres zambombazos que, de alguna manera, son marca de la casa: las tortillas de patatas con jamón (al estilo de Ferran Adrià, con papas fritas de San Juan); su versión del bocadillo de calamares (que es posiblemente de lo que más me gustó TOP y que, ya te digo, hay que probarlo sí o sí y gozarlo), y una carne de vaca de otro planeta, para rematar la faena (que ya ves fue cumplida). “Nos la sirven de Ca Joan“, me comentaron antes de servirla y mostrando su vetada maravilla. (De quien ya os hablo pronto).
Como ves, pocos peros y mucha alma. Con ese menú y el personal, el bullicio del local se hizo hasta divertido. Quizá porque Pro-Bar busca ser, además de un lugar donde comer bien, un sitio donde disfrutar con amigos. Y sonreír.
PRO -BAR. El buen bar. C/ San Diego, 1. Santa faz. Alicante. 965 777 895. No se reserva y sí, se llena. Los calamares hay que probarlos, y su ensaladilla. La tortilla de patatas, tipo Adrià es otro de sus clásicos. Déjate llevar. Y ves a disfrutar.
“Un lugar en el que la vitalidad baila con la melancolía,
donde los sueños se tutean con la realidad”
Lo que te pueda contar a partir de ahora quizá te suene. Sería lo lógico. Casa Montaña es un clásico en Valencia, pero si abrimos la lata de los lugares con magia es imposible pasar de largo. Teníamos que hacer parada en la bodega de Emiliano.
Emiliano García, hostelero de cabecera y verdadera alma de Casa Montaña, en una imagen de archivo de Manuel Molines..
Emiliano García, que en alguna ocasión te he presentado como un quijote de la hostelería (y de la vida), ha conseguido mantener más viva que nunca esta taberna de 1836. Una bodega que está llena de guiños, de historias, de detalles que te hablan de un lugar en el que la vitalidad baila con la melancolía, donde los sueños se tutean con la realidad y el pasado se fusiona de manera apasionada con el futuro como si fuera una misma cosa.
Cada una de las dependencias de Casa Montaña tiene su discurso, sus andanzas. Entrar por la puerta principal (que ahora anda en plena restauración) produce una emoción difícil de controlar a los que amamos enclaves así. El perfume a madera ajada y a vino dormido que sueña con danzar entre copas, se apodera de ti y te traslada a otro tiempo. Es, quizá, la parte más arrolladora de la casa, que te lleva, pasando por debajo de la barra, a las entrañas del restaurante. Unas entrañas en las que encontrar: una mesa redonda junto a la cocina; un reservado donde cuadros de Artur Heras y Carmen Calvo abrazan un gran tablero cuadrado (testigo de mil reflexiones y algún que otro arrebato), y unos toneles en la parte final donde gozar, entre aparejos y recuerdos, de los bocados de este local enamorado de su barrio.
Gozar allí, en cualquier caso, es fácil. Emiliano y su hijo Alejandro llevan años cuidando una carta que es impecable. En esta ocasión -si vas una vez, volverás-, opté por algunos clásicos, me dejé llevar por las sugerencias y acabé con producto. De todo un poco, sin exagerar.
Las patatas bravas abrieron la brecha. Como siempre, con su all i oli impecable y la salsa picante y juguetona dándoles vida. Hablando de ellas, de las patatas y de su viaje anual tras la fiesta de El Pilar a los Montes Universales donde las carga, Emiliano me llamó la atención sobre una composición de Carmen Calvo que preside una de las paredes de la zona reservada. La evolución de una de sus patatas en el cuerpo de un caballero. Grandiosa creación, que me liberó la imaginación. Más todavía….
Dicho esto, en el top de lo que volví a degustar pongo el acento en su atún a las siete especias (“posiblemente es el plato más demandado“, me confesó el hostelero); sus boquerones fritos (“los han traído de la Bahía de Castellón“, me comentó Ana, amable y que realiza un trabajo impecable en la sala), o su carne, que es sencillamente muy buena.
Luego te podría hablar de los michirones (o les fabes…) que son como un golpe de nostalgia (me llevan a la infancia… aunque eso es otro cantar). Sabores que depuran el paso del tiempo y hacen que los años se conviertan en ayer. 🙂
Del tocino y su canutillo de queso y membrillo, ni hablamos. Te dije, tabernas con alma. Se podría decir también que son como parcelas en el cielo. El tocinillo de Casa Montaña ayuda a ello (con su mermelada de tomate). Como el canutillo de queso y membrillo. Un broche de lujo para una visita -una más- a uno de los lugares con más encanto que se pueda visitar en la ciudad. Y fuera de ella.
CASA MONTAÑA. Calle José Benlliure, 69. Vaya y vívalo, si es que aún no lo ha hecho. Y pruébelo. Y saboreé su historia y sus tapas con historia. Y disfrute de su gente y de sus paredes. Que le hablen, que le cuenten, que se quede en su memoria.
Pues lo dicho…. seguimos buscando lugares con alma. Después de todo, es lo perfecto para #pecar #comer #gozar.