La segunda estrella Michelin le ha dado brío y el chef de Cocentaina se ha crecido. La carta actual del restaurante de la montaña ha sido tomada por platos que transmiten emoción. El blanquet con trufa de verano, la ventresca a la sal o el foie con remolacha son dignos de ovación cerrada. El maíz, algo que despierta nostalgias.
Reportaje fotográfico: Jesús Trelis
Kiko se metió en la cocina y salió con un hermoso trozo de ventresca medio curado con el que está realizando pruebas. Me lo dio a probar y, en ese momento, sentí como una descarga de energía emocional que recorrió mi cuerpo. Al instante tuve claro dos cosas: que la segunda estrella había liberado a Kiko Moya y que estaba posiblemente ante L’Escaleta más inspirada que he conocido.
Me gusta juntar palabras con salsas y hacer consomés de sensaciones después de pasar por una buena mesa. Y si puede ser, compartir el guiso con aquellos que quieran, sin ánimo de molestar. En verdad soy (y no quiero dejar de serlo) un advenedizo en esto, al que le importa disfrutar y hacer disfrutar. Digo todo eso porque lo que ahora te voy a contar de Kiko Moya, de Alberto Redrado, de Andrés, de Vicent… de la familia de este restaurante anclado en la montaña te pueda sonar exagerado. Pero la realidad es que la historia que se fragua allí acaricia la parte más sensible de tu alma. Quizá porque la cocina que se cultiva esconde tanta reflexión, y al tiempo magia, que es imposible no emocionarte al degustarla. Como les gusta predicar en la casa de la montaña: «y detrás de cada lenteja, un Dios».
En cada detalle… un Dios.
La Guía Michelin hizo justicia hace casi un año al concederle la segunda estrella al restaurante de Cocentaina. Con ello nos hizo a la vez un favor extraordinario, porque concediendo ese galardón avaló la cocina de Kiko Moya (elaborada en una plaza tan difícil como es el interior de Alicante) y le confirmó que el camino que emprendieron él y su primo Alberto (no sin pocos riesgos) era el acertado. La segunda estrella Michelin le ha dado alas a Kiko Moya. Y Kiko aletea con fuerza, pero con su intrínseca timidez; con su palpable prudencia, pero sin temor al atrevimiento. El cocinero del arroz al cuadrado, del turrón salado, de la yema encurtida o del pichón reposado sobre rosas se ha liberado, ha abierto la caja de la inspiración y ha hecho de su primera temporada con dos estrella Michelin todo un espectáculo culinario. Gastronomía en mayúsculas en la que apuesta, como siempre, por cocinar la esencia de su tierra a su manera: provocando sutilmente, sorprendiendo lentamente y seduciendo abiertamente.
Botijos, maíz y patas de pollo
Te reciben con unos modernos botijos que plasman a la perfección lo que son: la tradición como columna vertebral y la vanguardia –elegante, sin estridencias y seductora– como el imán que capta al paladar. Botijos que simbolizan la filosofía hostelera que la familia Redrado Moya (o viceversa) quiere dar a su cocina de las estrellas. La técnica más avanzada y reflexionada al servicio de la cocina más arraigada. La bienvenida la da su turrón salado, sus oreos de brandada, su yema en salazón y el queso fresco de almendras (que me encanta). Junto a ellos, un refrescante (aunque no sorprendente) gazpacho de cerezas y sus espectaculares patas de pollo crujientes (con toques de la yema en salazón de Moya dando realismo a la composición). Unas patas de pollo que ya nos muestran al Kiko más inhibido. No hay miedo.
Unos cuantos bocados con sorpresa protagonizan el segundo tramo del menú. Bocados que susurran sensaciones, todos con sus particularidades y muchos porqués. Un ejemplo son las navajas con pesto anisado que son de en sueño; aunque si algo me cautivó fue el maíz tierno con huitlacoche y huevo ahumado (TOP). Un plato que a mí me enloquece, quizá porque está totalmente arraigado a su tierra. Una variante de los famosos ‘tostons’ o dacsa de Cocentaina que el chef sabe transformar en algo elegante y exquisito jugando con el hongo del maíz y ligándolo con mantequilla. La gamba con salazón se ha convertido en dos años (o menos) en un clásico; su ostra con crema agria y, de nuevo, yema es otro de esos grandes bocados del nuevo menú, y, atención, su fideuà de fideos translúcidos & quisquilla es, para mí, el plato más sorprendente, por romper cánones. Me dejó descolocado al principio y entusiasmado después. Descolocado porque rompía con ese clasicismo que acompaña de cabo a rabo su cocina para introducir algo que no estaba en los códigos que tenía (hablo por mí, claro) de L’Escaleta. Resultó, sinceramente, mágico.
El mole mediterráneo
Como lo fue uno de los platos que, de nuevo, más me cautivó. Un plato aún por rodar, por rematar, pero con un potencial y una vida por delante grandísima. De esos que se te quedan en la cabeza. Tomate secado al sol con mole mediterráneo. El día que Kiko encuentre el tomate perfecto para la composición, un tomate que recuerda a un corazón, ésta será una de sus creaciones de futuro más interesantes (con las hierbas de la sierra Mariola al servicio del mole y el tomate como esponja de todas las esencias). Espectacular.
Tras el mole, tres platos excepcionales remataron la parte salada. Tres platos que coparían un imaginario podio y un arroz cuadrado. El primero, el que más me fascinó de todos: su blanquet con garrofó y trufa de verano (TOP). Es para dedicarle un ensayo en el que hablar de tradición, de sabores, de historia, de potencia e incluso de psicología por todo lo que te puede transmitir. En él, el blanquet te habla de una tierra, de sus platos tradicionales, de una manera de trabajar, de artesanía, de pasado… y de futuro. Sólo por este plato hay que ir a L’Escaleta. Rivaliza en el podio con su ventresca de atún a la sal con aliño de garum (TOP). Es, simplemente un plato de otro nivel, de otro planeta. Sí, ya sabes que soy hiperbólico, pero es que está brutal. Como el hígado de pato con remolacha (TOP). Otra divinidad. Mis tres imbatibles de l’ Escaleta más sobresaliente.
LOS TRES GRANDES
Hubo también un arroz al cuadrado (para alegría de este espía). No fue el mejor de los que tiene, pero sirvió para apaciguar mi mono. (Lo mío con el arroz de l’Escaleta es ya amor eterno).
Finiquitó la cosa con la propuesta dulce de la casa de la montaña, que siempre suele ser acertada: cerezas encurtidas y almendras, chirivía y cabello de ángel (para volar) y su postre de higuera, siempre fascinante. Aunque me quedo con el que nos regaló, que me dejó tocado del ala (o del alma): un maíz tostado con cremoso que fue un maravilloso viaje a la infancia.
Lo dicho, la inspiración se ha hecho grande en L’Escaleta con la segunda estrella. Quizá les faltaba eso para darse cuenta a toda la familia que el horizonte que tienen ante ellos es hermoso. Diría, siempre tan incontenido, que grandioso. Como el horizonte que se puede observar desde lo alto de la Sierra Mariola.
Un sabio en la otra parte de la balanza
Kiko Moya es, sin duda, quien da vida a la cocina de L’Escaleta; quien hace que su constancia y entrega a los fogones de frutos tan maravillosos como los platos que te he narrado y, en buena parte, merecerían un ‘cum laude’ si esto fuera una tesis doctoral. (Que en el fondo, muchas veces tiene traza de serlo por la ciencia que hay detrás). Pero junto a él, está toda la familia alrededor remando en el mismo sentido y, en especial, su primo Alberto Redrado que lidia con los asuntos de la sala y, muy especialmente, con los asuntos vinícolas. Él, junto a un impecable equipo hacen de L’Escaleta un lugar en el que pronto te sientes como en casa. Así de simple. Quizá porque Alberto es de esa gente con la que te sentarías a aprender, a disfrutar de la magia de un vino, y no te levantarías nunca. Merece su propia historia (y la haremos) pero sirva esto de reconocimiento. Y gracias por esa copa de Calvados –A Camut, 1933– que aún llevo tatuada en la memoria del paladar.