Un sumiller francés y su equipo. Son los mimbres de un lugar donde su cocina no te sorprenderá, sencillamente te gustará. Que es mucho. Ese es su objetivo: hacer feliz al comensal y ser felices ellos. Así se vive ENTREVINS.
Cuando llegué, el personal de los dos locales de Guillameu estaba comiendo. Era la cuenta atrás antes del servicio. «Espero, espero», le dije al entrar en Birloque y verlos a todos alrededor de una amplia mesa. «No, ya terminé», me dijo él, amable y sonriente, con ese gesto de francés despistado que le acompaña. En realidad aquella era la imagen de lo que él me quería transmitir: que en Birloque, pero especialmente en Entrevins, que me iba a mostrar, se escondía la historia de un equipo de una veintena de personas. «No me gusta que salga mi nombre, o el de Alberto, mi jefe de cocina, porque somos una marca. Somos Entrevins», remarcó con énfasis Guillameu Glòrias. En realidad, aunque él se quiera esconder detrás de ese equipo que funciona como tal, detrás de esa marca hay todo un camino que ha hecho posible llegar hasta ahí. Un camino en el que se entremezclan principios, prioridades y maneras de entender la hostelería que, entre otras cosas, lo que hace es alejarse de la algarabía mediática y de las modas culinarias.
«Mis compañeros empresarios me dicen que no voy a nada, que voy de chulo; en realidad, no es que viva en mi mundo al margen de todo, es que vivo en mi realidad y tengo claro cuáles son mis prioridades», dice este hostelero, sumiller de profesión y originario de Toulosse. Ellas, esas prioridades de las que habla, son las que lo marcan todo y no las esconde: su familia, primero, y muy cerca, su profesión. Muy cerca o, mejor dicho, de la mano, porque una cosa lleva a otra. De hecho, sus pequeños, tras el colegio, suelen corretear por su local. «Si tengo tiempo libre, lo dedico a mis hijos», afirma. De hecho, la evolución de Guillameu Glòrias ha venido de la mano de esos principios y de sus convicciones. Todo lo que ha hecho es por ser coherente y honesto consigo mismo y su entorno. Por eso, aunque se entregó de lleno a ser sumiller en Francia –recibiendo su estricta formación universitaria y viajando por trabajo por Inglaterra y América Latina–, decidió apartarse de esa espiral de ansiedades que implicaba ese mundo en Francia y empezar de cero en España. «Se veía que comenzaba aquí una revolución del vino y quise vivirla».
Comenzó en Ca Sento y luego abrió su primer restaurante (su primer Entrevins) en Ruzafa con un socio, del que después se separó; luego se hizo cargo de la cafetería del Muvim y, entre medio, se casó y tuvo tres hijos (Didac, Hugo y Juliette) que son su todo… Y entre una cosa y otra, nació hace año y medio el que es su gran proyecto, el Entrevins (y Birloque en la planta baja) de la calle de la Paz, que es como su hijo al que alimenta con el trabajo suyo y el de su equipo y él les alimenta a ellos. Ese Entrevins es, de alguna manera, su gran tesoro, el gran secreto de Guillameu y su esposa y de toda la gente que trabaja con ellos. Un tesoro porque allí habita mucha verdad y, al tiempo, raudales de honestidad culinaria. Sin ánimos de hacer ninguna revolución, sino algo más sencillo: intentar que los clientes sean felices y ellos puedan, los trabajadores de Entrevins, vivir bien y disfrutar de su trabajo: en la sala, en la cocina, entre los vinos. El jefe de cocina de Entrevins, Alberto Lozano, de hecho, me lo deja claro: «Nuestra cocina no busca tanto sorprender; en realidad, aquí se viene a comer bien».
Guillameu reafirma ese principio. Y lo hace abriéndome los ojos ante lo que, él insiste una y otra vez, es su manera de vivir la hostelería. Lejos de modas, fuera de circuitos y al margen de lo que marcan las tendencias. «No buscamos contextualizar las cosas; nosotros hacemos artesanía pura y dura; de hecho, todos los días escuchas como montan el pilpil y a veces sale de una manera o de otra, dependiendo de las kokotxas o de otras cosas. No tenemos ni laboratorios ni idea de contextualizar cada cosa que hacemos; aquí somos artesanos». Lo que Guillameu y los suyos hacen es humanizar su casa de comidas, su restaurante. Hacer que esté impecable para que el cliente esté feliz; que pueda encontrar una comida de corte clásico en la que esté a gusto y pueda tomar los mejores vinos, algo para lo que el dueño de la casa está mucho más que preparado. No en vano, aunque no alardee de eso, fue elegido mejor sumiller de España en 2010 en Madrid Fusión. Ese sumiller que, aquel mediodía, me fue mostrando su tesoro de la calle Paz. Su secreto más hermoso. Ese lugar repleto de: pequeñas salas, todas cuidadas con materiales nobles; cortinillas que separan ambientes; hermosas bodegas a la vista donde reposa una colección de champanes con más de 200 referencias; escaleras que te llevan de un sitio a otro, hasta lo que era un pequeño refugio de la Guerra Civil que descubrieron haciendo las obras… Y en cada estancia, en cada metro cuadrado de aquel lugar, un recuerdo, un momento vivido que habla, te lo decía al principio, de verdad. De honestidad. De normalidad. Que es el gran secreto de Guillameu. Ser ese tipo normal que quiere hacer feliz a los suyos, a sus trabajadores y clientes. Y serlo. Ser feliz con Didac, Hugo, Juliette, su mujer… Y sus vinos.
Alberto Lozano, el jefe de cocina de Entrevins, me dijo que su cocina está viva, que se adpata a la temporada y que se elabora con la opinión y los gustos de cada uno de los que trabajan ante los fogones de Entrevins. Aunque, al final, es el cliente el que irá marcando hacia dónde evoluciona un plato. El día que les visité, aprovechando la temporada de la trufa, probé un menú en el que ella era la protagonista.
Un tataki de corvina con mantequilla trufada, que estaba muy digno; una divertida espuma de patata con yema trufada curada y chicharrón; ravioli de pularda con capuccina trufada de topinambu; un correctísimo y potente tournedos Rossigni, y, aquí el plato que más me gustó, rape al horno con guiso de cardo, alcachofa y trufa.
En realidad, fue el guiso, ya ves, lo que realmente me robó el alma. Ese cardo con alcachofas y su trufa, y un jugo delicioso que lo envolvía todo. Al final, nada trepidante. Como decía al principio, simplemente gustoso, bien hecho, tratado con mimo, buen producto y buena ejecución. Una propuesta perfecta para disfrutar y repetir. De las que no cansa. Artesano y reconocible. Como las buenas casas de comidas.