Cuenta Manfred Weber-Lamberdière en su libro ‘Ferrán Adrià, El Mago de El Bulli’, que un buen día al equipo del restaurante se le ocurrió incluir entre sus creaciones lo que llamaron “un sexto sentido”. Weber-Lamberdière desvela que definían ese peculiar sentido como: “Cualidad que se basa en provocar emociones en nuestra cocina, recurriendo a la ironía, la provocación, los recuerdos de la infancia, la descontextualización, etcétera, con el fin de incluir un nuevo componente en la gastronomía: el intelecto, es decir, la capacidad de disfrutar de la cocina no sólo con el paladar, sino también con la inteligencia”. El autor del libro resume la definición de manera contundente: “En pocas palabras: el cerebro también come“.
Vicente Patiño + acelgas = En busca del tiempo perdido
Del cerebro devorando platos te vengo a hablar, porque el bueno de Quique Dacosta (*) me ha empujado hacia este reto (y este espía no puede estar más agradecido): hablar con un grupo de amigos de las cosas del comer. Entre ellas, de la memoria como aliada con la gastronomía. Que es, en parte, lo que decía Weber-Lamberdière: que el cerebro también come. Y cuando come, despierta un sinfín de sensaciones y emociones. Quien lo consigue, quien hace que tu cerebro disfrute, vuele… que sienta y se emocione, ha logrado la misión más loable que puede lograr un cocinero: que su plato pase a formar parte de la vida de ese comensal que se sentó ante una mesa y fue sencillamente feliz. Que ese plato que ha creado sea parte de la historia de quien lo ha disfrutado. Parte de esa colección selectiva de platos inolvidables que todos llevamos en nuestra mochila. En la mochila de la vida.
¿Un milhojas de limón, como este de Patiño (de nuevo Vicente) puede ser la puerta al milhojas que compartías con tu abuela cuando apenas te podías subir a una silla? Un milhojas reinventado puede ser un eslabón más en el camino de la perfección de un plato. Pero sobretodo, puede ser algo inolvidable para tí si cuando lo pruebas ves que te salen alas en el omóplato y vuelas.
Vente a bucear por la memoria. Quizás juntos demos con la magdalena de Marcel Proust.
Y volemos entre platos inolvidables.
(*13 de diciembre en el Salón de Actos del MuVIM. Conexiones-Dibujando nuestro Paisaje de Futuro. Amigos de un lado y de otro, dejando libre la gastrosofía. A partir de las 9 horas. Aforo limitado)
Llevo toda la semana metido en mi laboratorio del País de las Gastrosofías pensando con lo mismo: la memoria cocinada. O mejor dicho, la cocina de la memoria. No sé, me armo un lío. ¿Existe, evoluciona, se ha perdido? El fabulador Quique Dacosta me metió de lleno en esta historia. Y no he parado de darle vueltas. De repasar mi cabeza de espía atolondrado examinándome yo mismo qué platos han perdurado en mi cabeza, siguen vivos, porque tenían dentro algo. Alma, un pasado, un rostro, algo que contar. Como un libro que adormece en la estantería de los recuerdos, como una escultura del fascinante Giacometti, como unos versos de cualquier poema inhóspito de Houellebecq.
“Hemos atravesado fatigas y deseos Sin reencontrar el sabor de los sueños de infancia (…)” (De El Sentido de la Lucha. Poesía. Anagrama)
Rastreé mis queridas mesas y vi escritas sobre ellas historias culinarias que nunca olvidaré. MEMORIA.
Recordando, fui descubriendo un sinfín de platos de esos que llamamos inolvidables. Inolvidables porque perviven con el paso del tiempo hasta formar parte de tu historia. De mi propia historia. Un puchero de mamá, un pimiento relleno, una empanada de la mami de un amigo que te la dio a probar y ya no la has podido olvidar. Platos , escenas, secuencias, casi quimeras que deambulan casi anárquicos por mi cerebro de superagente gastroenamorado… Un carrito de sueños culinarios (by Begoña Rodrigo); una cesta de pícnic que esconde puras fantasías (by Eneko Atxa); un minibocata de arròs a banda (by Miquel Ruiz)…. ¡y tantas cosas mágicas que te contaría!
La gastronomía devorada por el cerebro te deja unos surcos bien adentro que la hacen inolvidable. Para mí, un advenedizo y no poco ingenuo superagente, eso es lo que ha pasado con el postre (quasi mágico) de curry verde y mango de Ricard Camarena (ya sé que estoy bien pesado con ello); o en el, algo desconcertante, okonomiyaki de pulpo que me sirvió sobre tuétano Carlos Medina (que fue una especie de provocació divertida); o, no podían faltar hablando de la memoria, esas croquetas de Francis Paniego de las que tanto escuché a hablar y que cuando en un cuatro manos en El Poblet me trasladaron a casa del bueno de Francis, vi a su madre y me paseé con la imaginación por Echaurren… Por cierto, Francis: ¡cómo estaba aquel pez de río que quería llegar al mar….!
Hay platos que nunca olvidas simplemente porque algo del alma que se esconde en ellos te ha marcado. No siempre son los mejores, ni tampoco son los más elaborados (o sí). Son simplemente platos que te han hablado. El arroz negro del Tresmall en Dénia, unas gambas rojas del Faralló (que está bien cerca del anterior), aquellos percebes (todavía tibios) con que me sorprendieron un día en el Rausell (y que, de manera reiterada, llaman a mi puerta de los recuerdos), ese plato de cochinita que me sacó de pronto Begoña Rodrigo la última vez que la visité y que no, no olvido. Potente, puro vicio. RECUERDOS.
Hay platos que, sin que tú lo sepas, de pronto, se graban en tu memoria y, aunque el tiempo pase y el pelo caiga, ellos permanecen, si cabe, cada día más exquisitos, más divinos. Idealizados. Platos que han jugado sus cartas y han ganado la partida.
-platos que tienen guiño-
Hay platos que parece que vengan con un emoticono incorporado. Sonrisa, guiño, gesto. 😆 Platos que te sorpreden rompiendo el hielo con un guiño de bienvenida. La rosa de Quique Dacosta me hizo saltar las pupilas (“¿pero cómo hacen esto?”, sentí); me divirtió hace ya un puñado de años el turrón salado de Kiko Moya con el que me recibió en pleno julio (“provocación sinfín”, pensé); me sorprendió en desmedida la colección de entrantes de Eneko, cuando subes a su invernadero y empiezas a descubrir su magia entre falsos cacahuetes, algodones y extraños huesos de aguacate. Todo siempre guiños admirables. Inolvidables. Los bocados también tienen vida.
Es cierto que el trampantojo se hace hueco en tu memoria porque es como un juego divertido que te atrapa una sonrisa y, si está rico, te emociona por como ha sido servido. Muchos danzan por mi memoria. El juego que hace con los chipirones en su tinta (servido en dos tiempos) Josean Alija en Nerua. Los callos con tomate de Quique, por ejemplo. Y hasta ese falso plátano que corona las cenas (siempre maravillosas) de ese Canalla Bistro que tiene un no sé que que enamora. (Oro parece, plata no es. Aquí, sería al revés).
-platos que despiertan la memoria-
Hay platos que, a codazos, van haciéndose su rincón en la cabeza del espía. Cada uno por un motivo, por una historia… Pero casi siempre porque despiertan la memoria. Esos platos que te hablan con contundencia del lugar donde vives. Del terreno. Del paisaje. Quique Dacosta es un claro ejemplo de ellos (y la muestra del MuVIM ha sido un claro ejemplo). Y además lo logra de manera asombrosa. Porque lo hace después de haber dado una vuelta y revuelta a ese ingrediente con el que te seduce. Sea una gamba, sea el raimet de pastor, sea un huevo de granja. Uno, dos, tres… responda otra vez: su gamba roja con te de bledes, su bosque animado que es un paseo por el campo, su bruma que es el despertar en el Montgó, su arroz de cenizas que te habla de la quema del arroz, de la paja cuando humea…
Realmente lo que te suele hablar del entorno es el producto. El producto te habla de lo que sucede, de su flora y su fauna, de sus aguas y de su montaña. El producto es el mejor aliado de la memoria. Ricard Camarena en esto es un sabio. Lo que él hace con las verduras de esta tierra es escribir milagros culinarios sobre ellas. Lo he comprobado hace poco con su menú de otoño y aún estoy entusiasmado. La alcachofa sabe a alcachofa, el tomate a tomate, la habita a habita, el champiñón a champiñón… Te diría como antaño. Y siempre productos que hablan del entorno tratados con la magia especial de este señor al que Valencia le acabará poniendo un altar. Vaya, y no por santo. 😉
¿Habitas tiernas con kokochas e infusión de tomate?
Una de sus últimas maravillas de las que me he enamorado.
¿Brócoli con mantequilla de anchoa?
Desconcertante plato. El brócoli como protagonista. La potencia de esa mantequilla….
Lo mismo que me ocurre con las verduras, me pasa con el queso. Desde que de la mano de Rubén Valbuena aprendí a, más que comerlo a amarlo, a apreciarlo, a entenderlo… adentrarme en su interior es de las experiencias más fantásticas. Eso si, si es queso de verdad. Como pasa con el pan (lo mismo me da que sea de Jesús Machí, de la Tahona del Abuelo, del horno de mi barrio), el aceite cuando es lágrima de Viver, es Heroína… de Benifallim o de un olivo milenario que sale a tu encuentro para darte placeres inmensos.
En Saiti lo tienen claro, ¿verdad Vicente?
QUESO+PAN+ACEITE=MEMORIA
ARROZ=RECUERDO
Aunque si hay un producto que a mí me emociona, ese es el arroz, rey de mi cerebro gastronómico. ¡Qué le vamos a hacer si soy arrocero! Un viaje fantástico a la memoria entre arroces que son poco menos que sagrados. Clásicos y modernos. En paella o al cuadrado como ese arroz que amo de L’Escaleta y que está más que grabado en mi cabeza. De caza y de gloria.
Arroz del de trompetas y champiñones, de Ricard Camarena, el último incorporado a mi colección de arroces bravos. Arroz de cerezas de Quique, o el de placton de Alejandro Platero (que -por cierto- ya batalla en la final de Top Chef), el arròs brut de mi siempre admirado Bernd, aquel arroz de kokochas de mi muy querida Belén Mira en La Pitanza, del que tantas veces te hablé. Y no, no me olvido, del reinventado arroz con bledes que hacen los amigos de La Sucursal. Siempre que lo olfateo en mi cabeza, no sé por qué, pero me acuerdo de ella. Loles Salvador, la madre de nuestra gastronomía y gente de esas con la que sintonizas.
-platos que son viaje-
Hay platos que te hacen viajar. Que te devuelven a lugares que conociste, que viviste. Hay arroces al horno que llevan a aquel de La Cova de Fontanars dels Aforins que es un arroz compartido siempre entre amigos; y hay bacalao que me traslada a Lisboa; y hay ceviches (y no son pocos) que me llevan hasta Ecuador o Guatemala a donde probé hace ya más de una década mi primer ceviche verdadero. Me pasó probando un escabeche de Alberto Ferruz (BonAmb); o el ceviche de Sergio Giraldo (Q’Tomas), frío y brutal con su dentón y la nieve de jengibre; o el que te sirve, elegante sutil, Paco Pallardó y Steve Anderson en el inolvidable Seu Xerea. Ceviches que me hacen revivir viajes, comidas, instantes.
-y hay platos que te hablan del ayer-
Pero la memoria, en cualquier caso, no sólo te transporta al entorno, ni sólo te hace viajar, ni sólo te habla del producto… las grandes emociones que el cerebro te depara ante una mesa acontecen cuando, como narra Marcel Proust, tu cabeza hace un inmenso vuelo, un viaje al pasado, una vuelta al ayer… La gran emoción de descubrir en un plato el espejo de tu vida. Eso, cuando sucede, te hace flotar. Y esa sensación será simplemente inolvidable. Quizá indescriptible… La sensación de descubrir en una magdalena toda la felicidad (o no), la nostalgia, la melancolía….quizás la inonencia del ayer ¿verdad Marcel?
Una crema de alcachofa en manos de Eneko Atxa (ya te lo he dicho tantas veces), una crema de Joaquín Schmitd con coliflor, puerro y brócoli, una merluza con su patata de los clásicos de Ricard como la que te preparaba la mujer que desde niño te acompaña, una ensaladilla de Patiño que te grita al oído: “mamá”. Ahí está todo. Ahí está la magia de la memoria. Ahí es cuando el cerebro devora sin cesar a cucharadas tu realidad para convertirte en un sueño con alas.