EL FINDE DE MR COOKING
#elListódromo: Los ocho panes que quitan el sueño a Jesús Machi #Confidentials: Un cava valenciano se cuela en la alta gastronomíaLa cita. Nueve de la noche. Restaurante Sucede. En Caro Hotel. Dominio de la Vega presenta sus cavas. En especial va a poner el acento en uno de ellos. Hasta aquí todo parece normal. Un evento más con invitados ilustres (y un espía que se ha colado). Pero, de pronto, pasa algo. La cena de Miguel Ángel Mayor (el chef) y los espumosos de Daniel Expósito (enólogo) se dan la mano y sin que ellos lo sepan -aún no lo saben- se desata una historia paralela. Junto a la muralla árabe fluye el silencio y comienzan a emerger los sueños. Pasiones.
Todo el reportaje fotográfico es de Dominio de la Vega/Everxio
Cierra los ojos y déjate seducir. Yo lo hice. Y vino Cohen y Kitaro. Y las damas de Botticelli y Tomás Moro. Y un poeta ruso llamado Gumiliov. Hasta un ferrocarril pintado por William Turner atravesó veloz mi paladar entre burbujas que hablaban con el silencio y un bogavante desnudo que se exhibía entre caviar de sudachi.
“La sala me recibe bulliciosa, mas todos en silencio se levantan; me miran asustados, cuando pongo la cruz sobre la mesa y pido carta”(‘La Cruz’, Nikolay Gumiliov. El autor de El Diablo Listo)
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Cerré los ojos y me dejé seducir
Entré en la cocina de Sucede. A oscuras. Una botella de cava Cuvée Prestige de Dominio de la Vega lucía espléndida delante de mí. Entre ella y yo, una vela. Tras ella, uno de los cocineros del restaurante de Caro Hotel. Su mano asomó como queriendo azuzar con ella el silencio y me acercó una copa. Copa de cava. Larga. Cristal fino. De las mimadas. En su interior, dos dedos, quizás más, de un líquido que parecía incoloro. A todo caso con un tímido tono tabaco. Casi inapreciable. Me invitó con un gesto de su mano a beber el brebaje. Y mis labios mojaron el agua. Agua de madera. Infusión de bodega.
Sentí en ese instante sus esencias. Raíz, barro, tierra. Minerales, oscuridad, naturaleza. El murmullo bailaba en la sala de la muralla. Mis silencios, al margen de todo ello, se deslizaban sobre esa mesa en la que burbujas se iban a dar la mano con proezas. Maridaje en esencia plena, le llaman los entendidos. Destreza, embrujo, alquimia, casi brujería, diría yo, embriagado por el licor de la emoción. Hechizado.
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Cerré los ojos y me dejé seducir
El silencio se impuso y espumoso se coló en mi copa. Como la flor de una fresa que estalla efervescente. “Brut Reserva Especial Rosé”, me presentó una dama dejándolo caer sobre la copa. Fresco, cítrico, un fondo de ciruela. (Creo). Era una invitación a la fiesta. Vi en el cava una de las gracias de Botticelli. “¿Bailamos?”, preguntó seductora. Volátil, como el cava que dominaba la escena. “Encantado”, contesté. “Pero en silencio, que nadie nos vea”, susurré, mientras en la mesa los invitados a la cena conversaban sobre todo y sobre nada. Mientras los dos nos bailamos -un, dos, tres; un, dos, tres-, llegó hasta mi lado un plato de esos que parece querer ofrecerte un éxtasis repentino. “Percebes umeboshi”, anunciaron las fanfarrias de mi mente. Quizá demente.
Fue un buen (gran) inicio. El mar convertido en oleaje dulce. Los percebes desnudos en mitad de una controlada escalada de sabores: ciruela (de nuevo), quizá recuerdos de albaricoque, cítricos bien armonizados. Me faltaron dos palmos más de cada lado. Me supo tan a poco que aún estoy llorando. (Siempre fui muy exagerado). Suspiro por volver a probarlos. Un espectáculo. Sólo eché de menos a mí ya añorado Cohen (Leonard) cantándonos:
Esta desnuda ante ti La ves, la saboreas Y se acerca Ligera como la brisa Puedes beber, o puedes cuidarla Da igual cómo la adores Mientras estés De rodillas
“Ligera como la brisa”. Leonard Cohen
Llegó la ostra y el nopal, las nécoras con lentejas, filamentos de navajas y hasta pulpito de tierra. Y la espuma del Rosé fue acariciando a cada uno de estos invitados a la mesa, que fueron pasando por el paladar como si del filo de una fábula se tratara. Cada bocado era un silencio contenido dentro del silencio establecido. Y detrás de cada uno, una imaginación desbocada. La ostra estaba rica, de nivel; muy divertidas e interesantes las nécoras, que con las lentejas ligaban (entendiendo ligar en todos sus sentidos). Quizá lo que más me entusiasmó fue esa particular interpretación de la navaja (filamentos) con ciertos toques tostados (como si el tierno cacahuete quisiera imponerse en el plato) y, por su puesto, un viejo conocido, el pulpito de tierra que es pura elegancia, como me dijo Patiño (Vicente, el señor que soñó ser feliz y lo logró en su Saiti). Sabores en general tan compensados que me empujan a rebautizar al de Sucede como EL EQUILIBRISTA*.
(*Miguel Ángel Mayor fue aprendiz de mago junto a los mejores y ejerce ahora de efervescente Merlín junto a la muralla, y lo hace entre controlados equilibrios que transmiten elegancia. EQUILIBRIOS con magisterio. A medida que lo voy descubriendo, me voy entusiasmando. ¡Qué acierto de la gente de Caro!).
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Cerré los ojos y me dejé seducir
Sentí, tras este primer envite silencioso, un inesperado e intenso abrazo. De los que producen escalofríos. “Su majestad el bogavante”, anunció una de las damas del silencio. Sobre la mesa, tendido como un cuerpo listo para ser diseccionado, estaba su majestad entre suspiros de caviar de sudachi. (Cítrico, lima, limón). El bogavante casi flotaba: rodeado de frescura, perfumado con aromas muy sutiles y mostrando sin pudor su esplendor. “¡Qué se aparten los feos!”, me exclamó.
Rico estaba. Lo recuerdo bien, porque desapareció ante mí a tanta velocidad que juraría que se lo llevó el viento. Como si fuera un cuadro de William Turner (Joseph Mallord), en el que entre el vapor, la tempestad, la niebla… desaparece un trepidante ferrocarril. Así se marchó el bogavante por la senda del paladar. Veloz. Pero radiante.
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Cerré los ojos y me dejé seducir
“Brut Reserva Especial Dominio de la Vega”, me susurró otra dama casi al oído, como no queriendo descuartizar el silencio que se había impuesto en mis pensamientos. “Amarillo dorado brillante, de burbuja fina, de aromas complejos a fruta madura…”. Me habló de bollería, de vainilla, de tostados… Esas cosas tan mágicas que se pueden esconder en una copa y que cada vez me tiene más entusiasmado. “Tendré que aprender de esto… de esto también”, me dije. Saboreé el cava como quien besa a una sirena de tierra, intentando entender, más allá de la espuma, los misterios que en ella se ocultan.
Mientras mi delirio crecía, llegó danzante sobre la mesa un pichón tan tímido y discreto que parecía negarse a ser escuchado. “Ven acércate, pruébame sin alaridos ni exageraciones; disfrútame”, me balbuceó. De nuevo, sentí cierto regocijo. “El equilibrista me tiene fascinando”, admití. Había algo de ácido, el toque vibrante del rábano, carne sabrosa y bien marcada. De nuevo me hubiese comido dos. Ya, soy un glotón. Un zampagrullas. ¡Sí, señor! 😳
Saboreando el momento, de nuevo mi cabeza derrapó y me llevó por esos lares en los que ella se empeña en conducirme cuando te acaricia la libertad. Y la soledad. Esa que te da el silencio. Y como si Tomás Moro me empujara, quinientos años después de escribir su novela, me sentí viajando hasta su isla de la Utopía. A donde deambulaban sus fantasías en favor de un mundo mejor. Así llamaría yo a un cava, querido Daniel Expósito, si un cuvée me hiciera soñar. Utopía para el paladar.
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Cerré los ojos y me dejé seducir.
Si fuera quien llenara el silencio de ruidos, en ese instante hubiese llenado la atmósfera de timbales secos pero contundentes, como el preludio de una actuación de Kitaro. Y entonces le hubiese sacado a él, el cava de Dominio que me robó la memoria gustativa de aquella noche. Cuvée Prestige. Me anunciaron. “Color amarillo dorado brillante, de burbuja integrada de aromas complejos y sutiles a fruta de hueso y manzana asada, gotas de flor de miel, vainilla, minerales y fondos tostados”. Siempre, creo que te lo he dicho ya antes, me han encantado estas descripciones de los que saben, porque me parecen cuentos (cuentos de verdad, sin el doble sentido de la palabra). Me parecen fábulas que te van metiendo en su historia, llevándote por su mundo. Como hicieron Miguel Ángel y Daniel.
En este caso, el plato dejó todo el protagonismo a la copa. No porque no estuviera a la altura, quizá al contrario (un helado de calabaza y chocolates que ya había probado y que me parecía muy adecuado), sino porque era tan complejo, tan distinto, que captó toda mi atención y me llevó hasta esa profundidad que llega a alcanzar en el paladar. Ese instante en el que el cava deja de serlo para convertirse, como me dijo de nuevo Patiño (Vicente, el buen amigo) otra cosa. Quizá un generoso. Un dulce estallido, como todo aquella noche, lleno de equilibrio y elegancia. Como un poema que quería ser canción de amor y acabó siendo un canto eterno a la memoria. Más allá del adiós.
Que todos vivan Y que todos mueran Hola, amor mío Amor mío, Adiós.Versos de Leonard Cohen
Hubo foto al final. A medida que mi locura y el hechizo se diluían, me fui integrando en la realidad. Rozando de lejos las doce, como en los cuentos, salí de Sucede con el frío por la espalda y las luces del centro iluminando mi sombra. Ella, siempre empeñada en ir a la suya. Al margen de la línea que nos marcan. Cosas de un espía del País de las Gastrosofías que se ha empeñado en vivir las historias del mandil a su manera. Con lo fácil que es seguir el camino… Que me perdonen los eruditos.
#YoSoydeCooking