Manuel Alonso. Casa Manolo. Daimús. Junto al mar. Primera cita del año con la alta gastronomía. Su cocina es pura sensibilidad, respeto, elegancia, trabajo milimétrico en busca de sensaciones que acaban conquistando al comensal. Manuel es el alma de todo ello. Un tipo enamorado de su profesión de manera enloquecida. Ella lo es todo, junto a sus padres -Manolo y Matilde, a los que, desde aquí, este espía piruleta les envía sus besos y respeto-. Y demuestra su entrega de tal manera, que emociona sentarse ante cada una de sus creaciones y bucear hasta descubrir que, sin darte cuenta, bocado tras bocado él te va inoculando el virus de la felicidad.
MISTER COOKING E HISTORIAS CON DELANTAL OS PRESENTAMOS:
Estrenamos #ElDiariodeMrCooking2017
Quizá no haber ido antes a comer a casa de Manuel Alonso había sido un pecado. O quizá había sido una suerte, porque esa primera vez estaba por llegar. Llegó y te aseguro que me sentí tremendamente feliz. Como reconfortado. Casa Manolo es como meterse entre los brazos de la gastronomía y dejar que te aprieten, que te mimen, que te acaricien. Es un bálsamo especialmente eficaz cuando el Mediterráneo anda tonteando con el sol de invierno.
Será que era inicio del año, que el sol parecía haberse aliado con lo idílico; será que el ánimo necesitaba mimos, o será simplemente que Manuel Alonso tiene en sus manos el bendito don de repartir felicidad cocinando… Será una cosa, u otra, o todas a la vez pero la realidad es que uno allí, ante el blanco mantel llega a sentir recorrer por su piel el escalofrío de la felicidad (de la que ya antes te hablé).
La cocina del sentimiento
se iba a desnudar ante mí
a orillas del Mediterráneo.
Una medusa de cristal custodió la travesía por ese sendero repleto de coherencias, equilibrios, sensatez. Una travesía en bocados que a veces eran guiños de bienvenida, palmas de alegría, caricias, besos, suspiros, versos. La cocina de Manuel Alonso es un puro poema vivo que se reinventa, se crece, que vibra. Como si un García Lorca entusiasmado se sentara a tu lado y te escribiera maravillas mientras suena Paul Bley
“Tiembla junco y penumbra
a la orilla del río.
Se riza el aire gris.
Los olivos,
están cargados
de gritos.
Una bandada
de pájaros cautivos,
que mueven sus larguísimas
colas en lo sombrío”.
(Paisaje)
El equipo de Manuel Alonso descorchó un Louis Philippe como queriendo llenar de magia el momento, mientras la pulcra mesa junto al Mediterráneo se llenó de pequeños bocados invitados a amenizar la fiesta. Los primeros protagonistas de esta historia empezaron a desfilar por un plato como escenario que simulaba ser el mar particular de Alonso Fominaya. Transparente, con retazos azules, como si una sirena hubiese dejado a su paso el rastro de escamas purpuradas.
I. ACTO
Encendió la mecha una espuma de tomate sentida, de las que entra en el paladar y grita: “Despierta que empieza la fiesta”. Iba acompañada de trocitos de mojama (diría que hasta casera), de esas de las que te guiña el ojo y te dije: “Cooking, prepara que esto no es nada”. Y tú, ante la nada, feliz de intuir lo que te esperaba.
Llegó su bendito buñuelo de brandada de bacalao y de un bocado desapareció por arte de magia. (Un clásico de la casa). A su lado, sus patatas bravas: divertidas, reflexionadas, entretenidas… como un juego que te propone un ilusionista: “muerde y recuerda”. Y tu muerdes y ves esencia de brava escondida entre pizcas que te dibujan sonrisas.
Tras el primer desembarco, aparecieron casi sin detectarlo –el excelso trabajo de la sala es un ejemplo de atención constante pero al tiempo equilibrada-, una ‘cona’ de panceta ahumada y una coca escaldada con jurel en media salazón, de la que escribí en mi #DiarioDeCooking. “Buenísima”. E insisto, esto no había empezado y eran simplemente teloneros de la casa que te hablaban de la tierra, de raíces, de principios. “¿Todo bien?”; preguntaba Manuel mientras las semillas de la felicidad se asentaban en alguna parte de mi estómago dispuestas a dejar emerger sus brotes.
El primero de esos brotes de la felicidad emergió enérgico cuando apareció un bikini de trufa y brie. Siempre me sorprenden estos bocados en menús gastronómicos. Y siempre acabo arrodillado ante la propuesta. En este caso, permíteme que te suelte: “una propuesta sabrosa que descoloca”.
Otro brote afloró cuando llegó espectacular el taco de cordero con yogurt y menta. Apareció sobre un tronco que daba tronío a un mordisco que merecía un sitio de honor. “Está para cantarle unas seguidillas”, me dije. “Cómo realza la menta a este cordero que me lo hubiese comido entero”, pensé y apunté en mi diario. (TOP)
“¿De verdad le cantarías una seguidilla?”, me susurré. “Mejor Antonio Molina”, sentencié.
La esencia de las coplillas
canela y clavo
el cante por siguidillas
cante gitano
con ella prueban su arte
los cantaores
cuentan sus penas, penas
penas de sus amores
Pensando en que estaba algo mal de la cabeza, mojé con ese pan de espelta, sabroso, casero, de los que en boca se deshace contribuyendo a ensalzar la magia de los platos, con un aceite de Millena de esos cuyo verde ya te anuncian vida. Era el cierre a la primera etapa del camino. En ese en que sembramos en el interior la semilla y emergieron los primero brotes de la cocina de las sensaciones: los hijos del sentimiento.
II. ACTO
Los sentimientos fueron aflorando, poco a poco, con propuestas tan pensadas y repensadas, como esa ostra de Valencia con sorbete de apio y salsa raifort. Un frescor intenso con la chispa de la hoja de capuchina, que te va limpiando poco a poco pero sin renunciar jamás al sabor de la ostra que está siempre presente. Pero con sutilidad, como un soplo, un suave empujón hacia delante. Rica.
Aunque si un plato –o cuento cocinado- contaba con buena dosis de sentimiento ese era el que iba a aparecer casi como cuando anuncian la llegada de alguien noble a una fiesta de alta alcurnia. Una maravillosa historia que se escondía en un lienzo hermoso sobre el que se dibujaba una oda a la emoción con una crema de coliflor, polp sec (en las tierras de Casa Manolo por el sol de Daimús), quisquilla acariciada con algodón, cidro y emulsión de aceite de oliva. Cada uno interpretando su papel en una escenografía llena de sentido y transmitiendo sabor, equilibrio, sinergias, juego, guiño, frescor, Mediterráneo y mucho pálpito. Enamorarte sin estridencias. (TOP)
“Merecerías un haikú, aunque fuera chapucero, de los míos”, le dije.
Con la quisquilla,
Ven conmigo coliflor
Hay pulpo al sol
Escribí ese tonto haikú quizá porque en ese instante la felicidad crecía potente en mi interior. Ese árbol que crecía y que creció un poco más al llegar la mozarella en textura cremosa con huevas de mújol. Otro paso bien medido, en el que la mozarella se abraza con tanta delicadeza con las huevas que (aunque suene requetecursi) su historia de amor transmite primero elegancia estética y, después, sorpresa.
El fondo de tomate, parece absorber todos los sabores y ser la base sobre la que se escribe esta historia. Me gustó mucho en boca. Untuosidad del queso, toques dulzones, el guiño tostado de un piñón, el salitre y el mar del mújol… Me gustó. Sí. De nuevo transmitió: sentimiento y emoción.
Rompió la armonía, casi con ese toque de salida de sol de los platos anteriores, una ensalada de trufa con alcachofas maceradas, cuyos ácidos de la vinagreta despertaron el paladar de ese romanticismo en el que vivía. La trufa, de nuevo, exigía ser protagonista, aunque la alcachofa se resistía. (Yo con el vinagre soy muy medido, con lo desmedido e hiperbólico que soy con las palabras).
Notaba dentro de mí que la felicidad ya había echado raíces; que, de las semillas, el tallo había brotado enérgico y salían sus primeras ramas minúsculas. Hojillas de felicidad que me hacían sentir cosquillas en el estómago, que me emocionaban…
Notaba todo eso cuando sentí como sonaban otra vez las fanfarrias. Blanco lienzo y sobre él otra vez un cuento: Pulpo a la brasa con jugo de carne, mandarina satsuma y tupinambo (conocido también como alcachofa de Jerusalén o castaña de tierra). El escenario, brutal. El pulpo se apoderaba de todas las miradas en medio de esta parafernalia estudiada que engrandecía su sabor. Pero como si de una moraleja se tratara, en una esquina, estaba casi perdida, una discreta muestra de panceta que, cuando se me ocurrió morderla, me sentí como Adán hincando el diente a la manzana del paraíso consciente de que estaba pecando y mucho.
“Pero, ¿cómo está la panceta?”, le pregunté casi rogando que me desvelara sus misterios. “Ocho horas en sal, ocho horas a 80 grados y a la brasa”, me desveló este escritor de versos culinarios. “El pulpo le debe tener celos, malditos celos”, le dije. Y devoré aquello casi a besos. Como los que le hubiese dado a Alonso si no fuera tan recatado. Tampoco iba a hacer de aquello un espectáculo.
¡
Ole,
ole,
ole.
El siguiente plato fue puro producto. Mar local metido en un calamar a la plancha, con su caramelo de cebolla y una esponja en su tinta. Magistral, divertido, que te baja de la nube a la que te subiste con el pulpo y la panceta. Un plato para seguir demostrando la fuerza de un cocinero que lo tiene todo para llegar más allá de las estrellas. El cocinero que busca su propio planeta y que ya ve sus destellos.
El árbol de la felicidad ya mostraba sus primeras ramas.
Y lo mejor aún estaba por llegar.
III. ACTO
“Molleja de cordero con pasta malta, oloroso, pétalos de rosa y salvia”, me explicó el propio Manuel. “Este plato es muy sentido”, me advirtió. Lo observé. Bien, tranquilo. Lo olfateé. Sentido, profundo. Por un instante sentí la necesidad de taparlo bajo una urna de cristal, como el Principito a la rosa de su planeta. (B 612).
Colé mi cuchara en el bol, saboreé tranquilo dejando que la magia del plato despertara todos los sentidos y goce de esa explosión de sabor que me estremeció casi trasladándome a otra dimensión. “Es un plato muy sentido”, recordé que me advirtió. Y lancé una lágrima sincera, mientras las raíces del árbol de las emociones bajaban por mis piernas y sus ramas crecían por mis pulmones, por los brazos, por las manos…(SUPERTOP)
El sabor de la malta gritaba, la molleja era mantequilla, la rosa se esfumaba y la salvia cantaba, como si fuera la Calas, que sé yo qué Aria. “Esto es una maravilla”, exclamé. “Levanten sus copas y brinden”, sentí la necesidad de gritar en mitad de la sala. El mar azotaba con sus olas las cañas que ante mí hacían del paisaje una performance dando más belleza si cabe a esa comida que ya había desbordado no sólo mis expectativas sino también mis emociones.
Recita Lorca, recita… que necesito releer tus rimas.
Las manos de mi cariño
te están bordando una capa
con agremán de alhelíes
y con esclavina de agua.
(Zorongo)
“¿Y ahora qué?”, me pregunté. “Después de esto…” Agua de manzana, apio y jengibre. Sabe poco Manuel Alonso, que con sabia estrategia te devuelve al redil para que después de rozar la gloria, vuelvas a bajar a la tierra para seguir disfrutando del festival. Agua de manzana verde, apio y jengibre. Parece un verso, el título de cuento.
Nos tranquilizamos todos, después del agua reconstituyente, con la llegada de un dentón a la brasa con salsa de naranja que me gustó -si fuera un hombre gris de esos de lo que enumeran todas las cosas para darles valía – por tres cosas. Tres. Por ejemplo.
Y entonces, llegó él. Con su mantequilla ahumada y un cono hermoso de mármol que escondía el tesoro más bello y sabroso que pudiera esperar. “Huevos con angulas”, me susurró. En mi interior, entre las ramas del árbol de la felicidad brotaban hojas hermosas. Como el árbol de Alfanhuí (gran Sánchez Ferlosio), con hojas multicolores.
“Tengo serias dudas de merecerme esto”, me dije.
Miré el plato como quien sabe que va directo a un tobogán de emociones que va a ser imposible de frenar. De nuevo, inspiré con toda mi alma como queriendo atrapar todos sus aromas para que me acompañaran en mi camino de regreso. Al meter la cucharilla, la yema de un huevo se rompió paseando por aquella emulsión sobre la que buceaban como sirenas, las angulas. Un toque de ajo, los ojos cerrados, la concentración de todo mi cuerpo en algo que me iba a emocionar tanto que mis ojos se nublaron. Y me acordé de la gente con la que me hubiese gustado compartir el instante, de la gente con la que lo estaba compartiendo, de lo hermoso que es volar mientras tu paladar vive su particular verbena. “Pero por qué te ha gustado tanto, ¿me preguntó Manuel?”. Lo tuve claro: “Porque tengo los pelos de punta”. (SUPERTOP)
En ese instante, con pajarillos anidando ya en el árbol de la felicidad, me acordé de la entrevista que le hice a Ferran Adrià y cuando me dijo que no entendía ir a más de un gastronómico al mes, por la concentración que eso requiere. Y agotado, te diría de emoción, me dejé llevar hasta el final. Ya no podía haber marcha atrás. Lo vivido era inolvidable. Sus peces jugueteaban y yo, sollozaba feliz.
Y como parecía que ese día estaba tocado por la fortuna, ella quiso que el desfile continuara y las emociones ya desbordadas fluyeran libres. En este caso, como los pajarillos de mi interior que iban a anidar ahora en un arroz de pichón, setas y trufa. Un plato con su propia escenografía en el que la propuesta se sirve en un servicio desdoblado, con un caldo que merece una copa y un arroz que merece una ponencia gastronómica. “Noté un toque de canela”, dijimos. Y de ello hablamos. Aunque yo más que hablar daba gracias a los dioses y relamía los sabores que me iba dejando cada zarpazo que daba a esa joyaza. Otro arroz que pasa a mi almanaque de arroces inolvidables. “Cien horas te preceden”, le dije a la copa de caldo, antes de besarla y beberla entre finos sorbos llenos de respeto y admiración…
Todo eso me decía cuando llegó el galete de atún, zanahoria y unas hojas acuosas y ácidas que limpiaban los sabores para que los volvieran a disfrutar bocado tras bocado. El plato meloso e intenso, con los juegos dulces de la zanahoria que remataron la jugada acabando de hacer aflorar por mi árbol interior frutos que hablaban de
PASIÓN,
ENTREGA,
VIDA
que es lo que ofrece Manuel en cada secuencia. En cada acto. En cada mesa.
IV. ACTO
Cayó junto al mar en ese instante la nieve de rosas e hibisco y llegó un soberbio postre, toque dulce y medido con mi querida calabaza y vainilla, el chocolate y el café, los dados de miel y los toques tostados de la galleta… y con todo ello dejé fluir el fin de fiesta, mientras en mi cabeza no paraba de crecer la admiración…
Sentía admiración por lo que había vivido. Tanto que, a medida que hablaba con Manuel, escuchaba sus planes de futuro y recorría su Casa, mi emoción se desbordaba más y más. Y ese árbol repleto de sentimientos que afloraba dentro de mí empezó a dejar anidar, entre las ramas, la admiración, el respeto, el elogio sin ataduras, la emoción por ver cómo gente como el chef de Casa Manolo (su casa y de sus padres) que hace de su vida una entrega absoluta a una profesión que ama, que adora, que es su mundo. Un cocinero que, a través de sus platos, te grita: que vivas, que seas feliz, que disfrutes.
Manuel es ese que entre platos medidos y elegantes, te hace poemas cocinados, siempre mirando de reojo su pasado. Y sabiendo que lo conseguido, que lo que vive, que lo que hace es el fruto de algo que iniciaron sus padres. Ellos que son su luz. Quienes siguen iluminando su camino. La gente que le da fuerza para seguir esa travesía que le llevará, ya te lo dije, más allá de las estrellas. Le llevará a donde habita el sentimiento abierto en canal. Un planeta a donde brota la felicidad entre olas de mar y sueños escritos en la playa.
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