No sé si voy a poder olvidarme de ella, no sé si podré olvidar la legión de cangrejos protegiéndola mientras sube la marea, no sé si podré volver a ver el mar igual. Todo será distinto tras visitar el Reino de #Aponiente. Entre sirenas y sal: tortitas de camarón, montañas de ostiones, lágrimas por un puntillón… Un Ángel de salitre; un León de Mar.
Diario de un espía con flotador (cuchillo y tenedor)
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#aBOCAdos-3. Aponiente, entre sirenas y sal
Abrí, por tercera vez este verano, el diario de este espía con flotador (cuchillo y tenedor). Y, como una vez me advirtió un chef, en medio de tanto desazón, encontré el salazón. Porque, a ti igual te pasa también, a veces se abren en canal los adjetivos, te susurran los verbos más activos y se desatan en tus adentros los pensamientos más imprevistos. Con todo ello, las palabras se revolucionarán y te empujarán, por ejemplo, hasta alta mar. Y entre olas, naufragarás. Y una ballena te devorará y dentro de ella, encallarás y verás algas luminiscentes, un sinfín de conchas de caracol, una bandera pirata… “Venga, dame la mano, que te saco”, te gritará de pronto una sirena del color del mar: destellos de lagarto y piel de plancton. Y sin esperarlo, la sirena te empujará hacia afuera. Más allá de las olas. Y con la fuerza de la marea, llegarás hasta un lugar donde juega la espuma. Habrás naufragado en el reino de Aponiente.
“Aponiente, mi casa”, me dijo sonriente la sirena mientras su cola brillaba y el óxido de la majestuosa entrada me impresionaba hasta rabiar. “Corre; te van a tratar bien”, me dijo con una sonrisa mientras ligera volvía al mar. Como si de querubines se tratara, la tripulación de aquel barco me invitó a pasar a la casa del León de Mar. “Ángel espera dentro”, me advirtieron. Tres enormes erizos acorazados a un lado; una pared de escamas de broce en la retaguardia; un arsenal de vinos en un cofre de cristal, advirtiéndote que aquella travesía iba para largo… Muchos mares que surcar.
Por las paredes, ocultos en cuadros, aparecían morenas, sardinas, cabrachos… A través de las ventanas, como las escotillas de un navío que aún no ha zarpado, se dibujaba un paisaje repleto de tierra mojada, cangrejillos trepando, agua que te habla de la última crecida. Y en mitad del pasillo, la sala de máquinas, donde la tripulación vestida de gala se entretenía con los aparejos más diversos: cuchillos (o quizá arpones), tenedores (o quizá tridentes), salsas multicromáticas (o quizá púrpuras de escamas). “¡Gloria a los océanos!”, gritaban cocineros con las cabezas coronadas mientras preparaban salsas de iodo, mares de sales, tierras de algas…
Junto a ellos, el rey del molino de mareas, discreto y diría que tímido (o saciado de saludos para varios meses), permanecía en un costado recibiendo a sus invitados. Un abrazo, una sonrisa compartida, un momento de confidencias, unas fotos entre el náufrago y el señor de las mareas. En su muñeca, una pulsera (que luego desapareció porque alguien se la quedó). A su alrededor, la corte cocinera rodando desenfrenada.
“Corre, nada, devórate el océano de Aponiente”, me susurró la sirena desde la ventana. Y mis pies, convertidos en aletas, y mi piel, retorcida por escamas, se deslizaron hasta la mesa donde me esperaba un mar de fondo.
Cogí un amarre y empecé a beber a sorbos su mar. Unos moluscos en adobo, una morena que crujía en boca, un tamaki de albacora... Todo delicado y sabroso, cuidado, mimado. Como deben ser las bienvenidas.
Me visitaron miniaturas santificadas por los dioses del salitre: sardinas asadas, un matrimonio (de anchoa y boquerón) que aceleraba mi corazón, un atún encebollado en la magistral versión de León…
¡Ay la tortita de camarón de Ángel! Tan ricas que son dignas de un domingo de Gloria, de Resurrección. Y rematando el primer zambullido, kokotxas en salsa verde que me recordaba al Cádiz de toma pan y moja. Y goza.
Me sentí bucanero desembarcando en Aponiente y caminando por su orilla, mapa en mano, en busca de tesoros dignos de ser devorados. En una cala tropecé con el charcutero del mar. El que es capaz de transformar en trampantojo los embutidos tradicionales. Abracadabra bajo el agua: sobrasada marina, lomo de corvina, mortadela …
El viaje en busca de tesoro ganó en intensidad al llegar a una especie de salina que me hablaba del lugar: espuma, frío y un estallido de sabores jugueteando con el paladar. “Ostiones”, me anunció mi mapa. Solté mi primera lágrima y se desató ya la emoción. “Puro sabor ” Mi primer. #aBOCAdosTOP.
Aquello fue ya un no parar. Me sentí descubriendo un tesoro tras otro: como monedas de oro. Caballa, pepino y jalapeño (sencillamente brutal #aBOCAdosTOP), el gazpacho de zanahorias encominadas (que me supo a algo tradicional llevado a lo sublime), la royal de erizo y caviar (que fue para ponerse a surfear sobre una ola de felicidad).
No puedo evitar mencionarte el espectáculo que es ese steaktartar de mar, con el calamar como protagonista. Ni su sopa yódica, otro de los platos maravillosos del lugar. De esos en los que la emoción se desborda y de esos en los que te apetecería sacar un trozo de papel, hacer un barquito y embarcar con él para atravesar el mar rosado que es un bálsamo refrescante, vivo, dulzón… hacia la felicidad. #aBOCAdosTOP.
—Del steaktartar…
… a la maravillosa salsa de yodo—.
(ese mar rosado…. me encandila)
La intensidad de los platos se desbordó. Una menestra gloriosa con un fondo apasionado, una quisquilla de aplauso, unas papas con choco y coñeta a la presa que –esto es tal cual te lo comento- es de una intensidad bárbara, pero al tiempo elegante, que hace que en tu cabeza exploten mil cangrejos, mil estrellas de mar… Una sirena reinona cantándote un aria submarina. Otro #aBOCAdosTOP
Y como en las buenas historias, la intensidad dura durante toda la trama, aquí va otro subidón de las manos de la carbonara de algas, que fueron como si te embadurnaran tu paladar con la esencia de los océanos. Arte culinario de ultramar. My top #aBOCAdos. Soy exagerado, ¿verdad? me encanta dejar fluir mis verdades…
“Navegar. Navegar. Navegar.
Enhebrar en los ojos todos los horizontes de la mar. (…)”
(Del poema de Pedro García Cabrera)
La puntilla, el puntillón, me sentenció. “Te quiero sirena mía”, dije mientras lloraba a tumba abierta degustando ese bocado de esencias. Y una anguila a la grenoblesa se coló acabando de rasgar con salitre mi conciencia.
Llegaron las olas dulces. El primer atardecer de Aponiente. Una manzana fresca hecha espuma, unas fresas con nata convertidas en escultura y un homenaje a la tierra con el pastel caliente de Medina Sidonia, que fue como devorar cultura, raíces… Tradición que llega a buen puerto.
¿Hasta dónde se puede alimentar la felicidad?
La euforia creció entre bocado y bocado -o con los bocados- gracias a una sinfonía de brebajes propios de un hechicero (marinero, eso sí). Juan Ruíz (el señor de los caldos embotellados) hizo una demostración de cómo la tierra es un bebedizo lleno de entresijos maravillosos: caldos refrescantes, carbónicos, intensos, con salitres y con sol, con solera y con tradición, con burbujas y con lujurias…
“No me fío de un pueblo que no bebe su vino”. Te susurra el mismísimo Corto Maltés cuando entras en el viejo molino de mareas. Y lo dice allí que sabe que se beben los vinos de la tierra. No sólo eso, sino que se reverencian, casi se bendicen. Vinos que tontean en el mismo nivel que la carta que firma Ángel León. Vinos que cuando JuanRu les pone rostro, algunos tan personales que él mismo elabora, te llega a emocionar tanto que te dan ganas de levantarte y abrazarlo. ¿O quizá lo hice? ¿O me abrazó él al ver mis ojos sonrojados?
Un caballito de mar embotellado, un vino ancestral burbujeante tan fácil de tomar que jamás dirías basta, 69 Equipo Navazos, un emocionante Palo Cortado de San Lúcar de Barrameda, un Golpe Maestro de Vinos de Deriva… que es precisamente lo que logra el lugarteniente de la bodega en el barco de Aponiente: dar un golpe de maestría en cada copa y llevar tus emociones a la deriva.
¡Ay ese fino en rama de Gutierrez Colosía, vino seco en crianza bajo velo en flor envejecido -que suena a poema escrito por algún erudito- (sólo pienso en ir a Mugaritz para que Guille me lo dé, de nuevo, a probar)! Y ay ese Pedro Ximénez Viejísimo, de Maestro Sierra, que sabía a manjar líquido, denso, acaramelado, con señorío…
Cuánta emoción esconde la bodega de Juan y cuántos “gracias” y cuántas lágrimas naufragan en cada copa, en cada sorbo, llevados por la incontrolada emoción de ese maremágnum que provocó un buen día la uva, una bota, una oscuridad serena…
En verdad, JUAN RUIZ-HENESTROSA es uno más en todo ese viaje fascinante que te ofrece Aponiente y en el que la tripulación es como los vientos que permite a la barcaza seguir navegando. Jorge Ponce, maitre, es otro amarre al que cogerse si vas hasta su casa. La sala con él y con Juan Ruíz y con ese equipo que les rodea es de exclamar olé y no parar. Merecen una colección de sirenitas aplaudiéndoles con las colitas 🙂 (cursi a morir, ¿verdad?) 😉
Lo merecen ellos (los aplausos); y Francisco en la puerta, y Jesús, el Panadero de Aponiente que es de espectáculo; y la bióloga que te va explicando lo que están haciendo; y cada uno de los componentes de esa sala de máquinas que es la cocina, con Juan Lu Fernández dando brío gastronómico a la historia. TODOS APORTAN ALGO y gracias a todos es posible la magia en el reino de Aponiente. (Me gustaría saber todos los nombres, y todos citaría… pero que más da. Hay una palabra para resumirlo: TRIPULACIÓN).
La culpa de todo esto la tiene ese Ángel de Sal, León de mar, que un buen día creyó que era posible cocinar las olas y las cocinó; que era posible hacer de la espuma un manjar, y lo hizo; que era posible venerar esa despensa que es el mundo marítimo, homenajearla en cada creación, y lo logró. Un hombre de sensibilidad extrema, que aún se emociona cuando sale a la mar y pesca, como si fuera un pescador poeta, un romántico de las mareas, un tierno Ángel de Sal, León de Mar, corazón de Girón.
esto es
ÁNGEL
En el laboratorio de sueños de Aponiente, donde se imaginan el mañana mirando siempre el presente y homenajeando constantemente el ayer, descubrí su último tesoro. Tras machacar en un mortero la coraza de algún cangrejo, vi a oscuras la luz y la bebí. E imaginé estar buceando en lo más profundo de ese mar de sensaciones que me había despertado el viaje. Y allí volví a encontrarme con ella: La Sirena de Aponiente. Y bailamos en silencio, os lo juro, dejándonos llevar por el mar y pensando que lo mejor de aquel lugar no era ni la felicidad que de manera tan hiperbólica te cuento, ni los platos que tanto ensalzo (porque no me importa adjetivar cuando así lo siento). El mayor tesoro de Aponiente es que se cree tanto en los sueños que acaban siendo una realidad.
Quizá por eso la marea les saluda todos los días, gozosa por su presencia. Y quizá por eso, los cangrejos les custodian en centenares al borde del molino como diciendo: “nosotros siempre estaremos contigo”. Quizá por eso están a donde están…
Y con la sirena me fui adentrando a alta mar, buceando hasta lo más profundo. La ballena me volvió a tragar. Y volví a ver en su interior desde palacios de coral a tesoros de Barba Azul. Y, cuando me pude escapar, salté de este sueño emocionado con un amarre en una mano y una sirena tatuada en el antebrazo de los recuerdos inolvidables.