Convierten el territorio en hechizo y lo sirve en sus platos; un restaurante sin artificios y con mucha genialidad; un milagro culinario construido a base de tiempos muertos, sacrificios, trabajo y pasión.
Cuando llegas escuchas a las chicharras. La montaña te observa luminosa. Irradia sol. Todo huele a naturaleza en ebullición: el romero, el tomillo, la manzanilla salvaje. Revolotean las moscas y los almendros despliegan sus hojas nuevas. Es el verano del interior abierto en canal. El recibimiento que encontrarás cuando cruces el umbral de L’Escaleta y descubras que en cada propuesta hay un tratado de cocina nacido de la reflexión; que en cada plato, pervive un trozo del paisaje y un alegato a los sabores de la tierra; que, como reza el documental que presentaron sobre su historia en la última Berlinade, «en cada lenteja hay un dios».
Paul Valéry escribió en su poema ‘Verano’ estos versos que recuerdan al restaurante de la Serra Mariola: «Nidos puros,/ mechones de hierba,/ sombras de olas». Todo ello confluye en sus platos. Esa naturaleza desbocada que Kiko Moya y su equipo trabajan para acabar estallando en creaciones fascinantes. El entorno pasado por el tamiz de la creatividad madurada del chef de Cocentaina y de la profunda reflexión. Porque cada plato, o mejor, cada elaboración, es fruto de observación, de maduración, de probar y volver a probar, de darle a cada avance el tiempo que necesite.
El tiempo es, de hecho, el mejor aliado que tiene el restaurante asentado a los pies de la Mariola. El mejor aliado porque al estar apartado de grandes capitales, en el interior de la provincia de Alicante, todo parece más pausado y todo transcurre al margen de las grandes algarabías y tensiones urbanas. Y eso permite a Moya y a los suyos dedicarle horas y horas, reposo, a cada creación. Todo el tiempo del mundo hasta convertirla en algo magistral.
Por contra, su gran enemigo es, precisamente, esa distancia que les separa de todo. Esa tranquilidad que hace que el proyecto sea difícil de llevar adelante en medio de tanta soledad. Algo que, sin embargo, logran de forma muy meritoria. De hecho, que un restaurante gastronómico del nivel de L’Escaleta pueda seguir abriendo las puertas en un entorno como el de la Serra Mariola es un milagro. Un milagro que se da a diario.
Lo es por cuestiones monetarias -que combaten organizando grandes eventos- y porque hay que estar muy ilusionado y concienciado con lo que estás haciendo para mantener la tensión, las ganas de seguir creciendo, de seguir creando. Ganas de seguir ascendiendo, que es lo que hacen Kiko Moya y su primo Alberto Redrado, su equipo y el resto de la familia. Seguir escalando por la montaña de la alta gastronomía y conquistando cimas. Seguir creciendo, además, de manera lúcida y muy coherente. Como lo demuestra, entrar en el restaurante y sentirte abrazado; sentarte en las mesas y gozar probando lo que te han preparado.
Escalar, en definitiva, hasta sus cielos a través de propuestas que son, como los versos de Valéry: «nidos puros, mechones de hierba, sombras de mares». El milagro de comerte la tierra mientras ves corretear sus dioses entre los platos. Detrás de unas lentejas, de unas semillas, de sus platos de arroz o del maíz, de un pichón, de ese pan crujiente que has de partir con tus manos.
Local: Restaurante de la vieja escuela. Muy confortable. Casi hogareño.
Sala: Excepcional trabajo de Alberto y Andrés.
Bodega: De las mejores que se puede encontrar.
Cocina: Soy moyista hasta la médula. Sorprende y engancha. Imprescindible.
Dirección: Subida la Estación del Norte, 205, Cocentaina. 965 59 21 00
Menú: Sabor 95 euros. Y Saboer, 125. Hay carta.
Puntuación: Cuatro delantales y medio, sobre cinco.
Comienza el festín de la montaña con una visita a los campos de almendros que rodean el restaurante. Lo hace a través de tres versiones del turrón, todas ellas brillantes. (Uno, elaborado con un hongo que es como un velo que otorga un toque amargo y áspero muy interesante).
Sigue el festín transformando las hierbas de Mariola en una refrescante y sublime hidromiel –tipo bitter–. Continúa con la oreo de ajo negro y brandada –un clásico maravilloso– y te zarandea con un bloody mary de higo chumbo (Top) –otra vez el entorno– y tequila que no me quito de la cabeza. Tremendo. Repóquer de snacks que remata con su delicado queso fresco de almendras.
Tras ello llega un plato con mucho concepto. Resume perfectamente lo que es L’Escaleta y, aunque Kiko Moya aún está redondeándolo, grita a los cuatro vientos la capacidad de ingenio y de progresión que tiene el cocinero de Cocentaina. Semillas de mostaza salvaje, lino, sésamo, tomate… y caviar (muy top). ¡Madre mía! Va a ser uno de sus platos con más recorrido en los próximos años. Seguro.
La sal se convierte en protagonista del menú cuando llega su ventresca sobre tomate secado al sol y mole mediterráneo. Y con su gamba roja, que logra la perfección tras años de constante mejora. Impresionante. Como su pescadilla hecha a la brasa y acompañada por una delicada mahonesa de las espinas del pescado y un recado, inspirado en pasta roja mexicana hecha con especias (pero que aquí se elabora utilizando el típico pimiento de la pericana –tan popular en la zona–).
La trepidante escalada llega hasta las cimas. Los momentos más álgidos. Una de ellas, esa cumbre que es la #1 anguila de la Albufera servida sobre una salsa de acelgas y el té de las mismas con limón negro cubriendo sus lomos. Un plato que merece el oro. Aunque igualmente lo merecerían #2 sus gazpachos de crestas con caracoles. De otra dimensión. El mejor Kiko Moya cautivándote otra vez.
Territorio, raíces, verdad. Plato a plato. También en su #4 mero a la brasa con praliné de avellanas, salsa de perrechicos y trufa blanca. Para ponerle un altar. Untuosidad absoluta y una ejecución insuperable. El pescado mantiene sus jugos y el crujiente en la piel…
Hay más._Porque llega el #3 arroz con espardenyes y te sientes flotar. «El otro día un cliente se puso a llorar», me confesó en la sala Andrés. Cítrico y emocionante. Como el pichón, con una farsa de maíz recorriendo sus carnes. Un desbocado viaje al sabor.
De remate, sus tres postres. Excitantes. Almendra y cerezas (una debilidad maravillosa, de hecho es de esas combinaciones que enganchan); vainilla y cabello de ángel (un plato que ya probé el pasado año y que es altamente goloso e interesante); remolacha y tierra TOP (la propuesta más osada de las tres y, para mí, más interesante…)
Un dulce final para una travesía muy especial. Esa escalada que te eleva y eleva… Más allá de las nubes de la Mariola. Donde la mesa deja de serlo para convertirse en gloria.