Tula es el nombre de una ciudad rusa. Tiene minas de hierro y carbón. De ella salían trenes blindados con armas cuando la guerra. Tula es también el restaurante de Clara Puig y Borja Susilla en Xàbia. Ellos también son mineros. Extraen de su cocina destellos. El último, con forma de estrella. Michelin. La nueva estrella Michelin de La Marina.
–Cogemos el tren de Tula. Como si estuviéramos en la estación de Ryazhskiy. ¿Cuándo te subes a esto de la cocina?
–Realmente me embarco con mi abuela Tula. Mis padres estaban montando sus asesorías y salían tarde de trabajar. Así que me críe con ella, que le encantaba cocinar. De hecho, en el pueblo tenía una casa con una cocina en el bajo donde se juntaba con las amigas y hacían la matanza.
–Hay un momento en el que das el salto a lo profesional.
–Fue con dieciséis años; mi amigo Darío había empezado la Formación Profesional como cocinero y eso me pica un poco. Decidí ir al Valle de Arán a sacarme un curso de monitor de esquí y, como se retrasaba la nieve, me metí en un pequeño restaurante que era también bar de copas por la noche. Estuve una temporada corta, pero descubrí que eso me gustaba.
–¿Te enganchaste a la cocina en un bar de copas?
–Sí, el cocinero era muy bueno. Un vasco al que le gustaba mucho la montaña y por eso se fue allí. Un gran cocinero que se traía al local buenos productos: se iba al mercado de Toulouse a comprar setas, traía buena merluza… Impresionante.
–Te atrapó.
–Sí, pero mi padre, que es mi ídolo, mi mejor amigo –lo fue y aunque ya no esté lo seguirá siendo– tuvo un cáncer y me volví. Con él enfermo en casa, continué con mi bachillerato y trabajando los fines de semana en el restaurante de mi amigo Darío, que somos como hermanos…
–Era el restaurante de tu pueblo.
–Lo sigue siendo, con otro nombre y otro local, pero es el único restaurante como tal que hay en Azuqueca de Henares. En esa época le comenté a mi padre que quería ser cocinero y piensa lo que fue para él. Mi padre había trabajado en banca y veía lo de la cocina como un mundo duro. Me pidió que no lo hiciera; que estudiara una carrera aunque lo compaginara con la cocina. Estudié Marketing y Publicidad en Madrid haciendo extras en la hostelería los fines de semana.
–No soltaste el gusanillo.
–No. Estando ya mi padre muy mal; yo estaba en Madrid. Trabajaba en el primer gastronómico que se abrió sin carta de vinos, era sólo de cervezas. Su chef, Rafael Zayas, me dijo un día que había comido en Quique Dacosta en Dénia y que le encantó, que era donde debía ir a formarme.
–¿Y te vas allí? Pero no tenías base profesional.
–Había pasado por sitios de cocina clásica…
–Pero no un CDT, o una escuela de hostelería…
–No. Pero tampoco me podía considerar autodidacta. Desde el día en el que toco una cocina en el Valle de Arán, empiezo a comprar libros de cocina de forma obsesiva. Mis padres nos habían inculcado la cultura de leer y apagar la televisión. De hecho, mi padre me pagaba la paga por leer las páginas salmón del periódico porque quería que yo continuara con el tema de la economía. Leer, en mi casa, siempre ha sido lo primero. Piensa lo que quieras, ten los ideales que quieras, pero lee. Y eso hago. Leo y leo sobre cocina. Pero sí, llegué a Dacosta sin saber nada de gastronomía creativa. Sabía lo que era la xantana pero no que había que turbinarla.
–También estuviste con Marcos Morán, en Asturias.
–Sí, pero más tarde. Primero llegué a Quique, cuando reabrió ya con tres estrellas para hacer prácticas. Con 23 años. Y acabé de prácticas pero como jefe de partida de entrantes. Y cuando tenía tiempo libre, como hice amistad con Juanfra Valiente, le pedí estar con él en el estudio. Quería aprender. Estar bajo la batuta de Quique y aprender de Juanfra.
“Mi padre me pagaba la paga por leer las páginas salmón del periódico porque quería que yo continuara con el tema de la economía”.
–Se convirtió en tu mentor. Así le llamas.
–Con él lloraba hace unos días, cuando nos encontrarnos tras darnos la estrella porque no pudo venir a Sevilla. En aquella época es cuando llegó Clara a hacer prácticas. Había estado en Perú, donde se marchó tras pasar por Le Cordon Blue. Allí la fichan y da formación en una escuela muy potente peruana. Pero se cansa porque la vida en La Paz es compleja. Y, por una amistad, logra entrar de prácticas en Quique.
–Eso lo cambió todo.
–Nos conocimos y nos enamoramos, y ahí empezamos la carrera juntos. Aunque en ese instante yo quería seguir formándome, más allá de estar con Juanfra en Quique. Aunque quería seguir ahí, me atraía conocer cocinas como la de Pierre Garnier. Pero Clara se negó a ir a París y la idea se esfumó.
–Cambiamos los planes, sospecho.
–Sí, yo quería volver atrás; volver a la cocina con todo lo que había aprendido en Dénia, para entenderme. Juanfra me propuso ir a Casa Gerardo. Estuve un mes de prácticas; después me fui a Girona, al Mas de Torrent, con un proyecto que no cuajó. De allí, a Perú, donde tengo familia, a cambiar de planes. Era esa época en la que quiero cocinar pero no sé dónde. Estando allí, Marcos Morán me llamó porque nos necesitaba. Y me fui de mano derecha. Para lo que fuera. Me sentí muy feliz. A esa familia la queremos como nada, pero el grupo Iberostar nos hizo una oferta tentadora. Un sueldo, como nunca hubiese imaginado, con 25 años.
–Y, claro, te vas.
–Pues le pregunte a Juanfra. Y me recomendó ir tres años para ahorrar; porque me conocía y sabía que a mí lo que me gusta era cocinar y tener mi restaurante. Sabía que no iba a estar feliz sentado con una chaquetilla ante un ordenador planificando.
–Me tienes descolocado.
-Me dije que, si mi mentor me ve preparado para tener un restaurante, ¿por qué no? Buscamos local en Madrid. Ingenuo de mí, quería montar un gastronómico que era lo que conocía. Quería la excelencia, sin saber que puede estar en un buen bocadillo. Pero este mundo es de aprender y equivocarnos. Dejamos Casa Gerardo y nos fuimos dispuestos a abrir un local en Madrid. Y encontramos uno de 1.800 euros al mes de alquiler; pedimos un préstamo para la reforma; bloqueé la operación…
–¿Y acabáis en Madrid?
–Pues era un jueves; mi suegra que tiene un apartamento en Xàbia nos llama para ir ese viernes a que la viéramos, que hacía ya tiempo. Ese día, una amiga nos habla allí de un bar de copas que han dejado en segunda fila, en el Arenal. El día siguiente, como salió lloviendo y no teníamos nada qué hacer, fuimos a verlo. Y era el que habíamos soñado. Siete mesas, una cocina y un baño. Horribles, pero lo que queríamos. El sábado volvimos a Madrid a deshacer lo del otro local. De viaje, creamos la primera carta de lo que iba a ser Tula.
“He estado tardes limpiando palayas para quedarme con los lomos y hacerlos a ‘meuniere’, porque no podía permitirme comprar lenguados”.
–Ya no iba a ser el gastronómico, claro.
–No. Sabía que había un punto medio entre Quique Dacosta o BonAmb y los bares. Era el ‘bistrot’, que en España no está bien concebido: esa cocina canalla, francesa, de los noventa que a mí me encanta. Y así es como se pone en marcha Tula. El miércoles ya estábamos reformándolo.
–¿De eso hace ya tres años?
–Tres años y medio. Nos hemos hecho ya de aquí. Hay una luz maravillosa, una gente fantástica que nos abre los brazos y ha entendido nuestra cocina. Recuerdo que al principio peleé para que me vendieran en la lonja. La caja de pescado, aunque yo daba al botón primero, no me la daban. Al final, un día la cogí y les dije: «si la queréis, venís a Tula a por ella». Ahora se han convertido en mis amigos. Amigos de verdad. Cuando perdí el coche estas inundaciones, me ofrecieron su furgoneta; o la bomba de su barco, para sacar agua del garaje. Xàbia me ha dado la felicidad que nadie me había podido dar.
–Empezaste a hacer tu cocina, pero ¿con miedo?
–Sobre todo por el dinero. Cuando abrimos Tula tenía 127 euros en la cuenta corriente y Clara, 85. Esa noche, tuvimos sólo una mesa. Pero lo tenía claro. Lo mismo daba el producto. Si pones algo honorable en el plato, lo cocinas con ganas y cobras un precio que se merece, la variable de que entren no siempre está pero sí de que, si lo hacen, luego vuelvan. No tenía mi cocina, como Quique o Juanfra que son capaces de hacerte un ají amarillo de aquí, pero me la he hecho aquí.
–¿Os encontrasteis como cocineros?
–Sí, encontramos nuestra línea y fuimos ganando dinero que nos permitió hacer alguna reforma. He estado tardes limpiando palayas para quedarme con los lomos y hacerlos a ‘meuniere’, porque no podía permitirme comprar lenguados. Empezamos con doce platos en la primera carta y especiales. Y cocinando lo que les sobraba a los demás. El plato más caro que había costaba 14,50 euros.
–¿Y ahora?
–Pues 20,50. No mucho más. Pero esos seis euros en gasto son mucho más. Quería cocinar lo que he mamado. Así que fui comprando a los mismos proveedores que Juanfra y creamos nuestros mundos…
–Con Clara en la sala.
–Se enamoró de ella en Quique y quiso hacerlo. Como Didier, Alberto, Giovanni… Carla estudió Derecho y le encanta el discurso y lo recto. Es muy disciplinada. Saber que está en la sala me da toda la confianza, tranquilidad. Creamos al final un equipo mágico.
–¿Un equipo de cuántos?
–Nosotros y dos personas más. Ahora viene alguna noche una persona a ayudarnos a limpiar. Pero lo hacemos todo nosotros. Lo fregamos todo, los baños inclusive. Es una casa familiar. Tula y Xàbia nos ha enseñado a tener el restaurante que queríamos, aunque no lo sabíamos que lo queríamos.
“El único inspector que se presentó me vino a decir que las estrellas te las dan por lo que haces, no por lo que vas a hacer”.
–Las páginas salmón te habrán servido para algo…
–La economía se hace de historias, de gente. Y me he enamorado de la gente. Soy un sociópata, me encanta dar de comer todos los días a los clientes.
–Tras la estrella, ¿no escuchas ya los cantos de sirena?
–El día después de lograr la estrella Michelin pensé que era pequeño. Pero creo que somos un modelo y esperanza para otros jóvenes. Yo soñaba con ella y la quería, pero hay que saber procesarla. El único inspector que se presentó me vino a decir que las estrellas te las dan por lo que haces, no por lo que vas a hacer. La guía no dignifica lo que harás, sino por lo que haces. Seguiremos con nuestra evolución natural.
-¿Hasta dónde?
-Nosotros somos dos jóvenes que un día fuimos a un banco a pedir un préstamo de 35.000 euros y aún tenemos 15.000 por pagar. Lo que quiero es seguir paseando con Clara por Xàbia, con mi perra y seguir disfrutando de lo que hacemos.
–Por cierto, ¿cómo se llama vuestra perra?
–Cala, porque vivimos en frente de Cala Blanca. Y es lo que más nos gusta.
–¿Y Tula? Es por tu abuela, ¿no?
–Sí, y no fue ninguna imposición. Lo tuvimos claro los dos. Han venido luego clientes pensando que éramos cubanos, por la canción de Club Buena Vista. O pensando que era por Unamuno, por ‘La tía Tula’. Y hasta rusos, porque la ciudad de Tula era capital armamentística… Tula es mágico.