«Vais a poder comer hasta explotar», te advierten. Y cumplen en lo que más que una comida es una experiencia gastronómica muy singular, pero al tiempo atractiva. Allí te dan de comer lo que tienen. Y lo que tienen es casero y está bueno. Eso sí, a su manera. Es el banquete de los 25 euros.
Leo que Paco Martínez contesta a una crítica a su casa de comidas con desparpajo y dejando sobre la mesa las cosas claras. Como ellos las tienen: «Todos nosotros adivinamos que vienes a juzgarnos como restaurante; no lo somos; damos de comer todo lo que tenemos para todos los que vienen como amigos. Sin pijadas, ni chorradas». A partir de esta premisa, vengo a explicar esta locura desatada, especie de orgía culinaria trazada con simpatía y buen rollismo, que es La Fustería. Un local que, como si fuera una historia fantástica, se escapa de lo establecido, de lo que conocemos o de lo que esperamos. Quizás por eso, allí uno vive una experiencia especial, diferente, singular. Desconcertante, sí; pero al tiempo divertida.
Desconcertante y divertido empezando ya con su fachada de entrada, en mitad de la Avenida País Valencia de Cocentaina, que te habla poco de lo que descubrirás cuando atravieses su umbral. Un cartel que indica que es un bar; un montón de plantas a su libre albedrío en uno de los costados, y la persiana de entrada a medio abrir, como jugando contigo a descolocarte: «no tengo claro si estamos o no». Eso sí, aunque la fachada muestra La Fusteria como un bar de barrio sin más, algo te delatará lo que dentro se está cociendo (o cocinando), porque por una de las ventanas se colará un profundo aroma (quizás perfume) a brasas y fuego, a fondo de pescado y a cocina en ebullición.
Al entrar, de pronto, descubrirás un restaurante que no lo es, con regusto a antigua carpintería, y que te saluda con un potente horno con el fuego listo para darlo todo. A la derecha, una inmensa estantería sobre la que caen trozos de madera a modo de avalancha. A la izquierda, un comedor repleto de decenas de objetos curiosos con sabor a pasado, raíces, melancolías. Tres motocicletas de inicios de siglo pasado, jarrones con flores, un cuadro dedicado a la virgen de los contestanos y un caballo (o unicornio) de madera rodeado de calabazas por todos los costados. Sobre las mesas, piñas a modo de florero y platos con ensaladillas esperando a los comensales antes de que empiece el festín.
«¿Quieren menú o hacemos lo que nos de la gana; que será darles de comer hasta que exploten?», nos dice Paco nada más aposentarnos en la mesa redonda junto a una ventana luminosa y bajo una lámpara repleta de pequeñas lucecillas (casi volátiles). Y sí, lo que toca es optar por explotar. Y dejarse llevar. Y si optas por ello, las sorpresas –a veces a modo de abracadabra, casi de magia– se encadenarán.
Comenzarás saboreando una ensalada rusa (buena, bien buena) y un pastel de bacalao y salmón (que me dijo menos). Junto a ello, una ensalada que te servirá durante toda la comida para refrescar. Pronto llegará una bandeja de horno, como si estuvieras en casa, repleta de pasta con brócoli y no sé cuantas cosas más. La dejarán en mitad de la mesa y te seducirá la sola idea de que eso es el inicio de un gran festival. «Por favor, como en casa, tocar sólo lo que vayáis a comer», ruega Martínez. Aquí, la idea de ‘disfrutar cómo en casa’ se irá haciendo hueco y te irás dejando llevar cada vez más. Tanto que ellos deciden por ti el vino y lo demás.
En el fondo, a La Fustería vas, casi, como un invitado a comer; o así lo debes sentir. De hecho, el festín es tal que te sientes amigo, sobrino, conocido de alguien de los trabajadores de La Fustería que corretean sin parar. Dos platos con alcachofas a la brasa (negras como el carbón, pero tremendamente tiernas y dulces en su interior); una sopera con gazpachos marineros (que impacta verla llegar, junto a los platos hondos), quizás el mejor guiso que pude probar; y una bacanal de arroces y arrosejat, en dos platos, que es un remix de paellas y sabores para que lo pudieras probar todos: con morcilla, con alcachofas, con caracoles, pescado… Aquí, te confieso, que me quedé algo perdido (odio esos platos mixtos de arroces; pero es cosa mía, claro).
La sorpresa es el arma secreta del lugar, que alcanza el impacto absoluto cuando Paco irrumpe con si fuera un mago, con una colosal bandeja que lleva un trozo hiperbólico de carne de cerdo, rodeado de jugo y alguna patata hecha a su vez al horno. Lanza tres cuchillos, como reafirmando que ese es su particular circo culinario para amigos, y, ante nuestra mirada de desconcierto absoluto, reitera: «cortar sólo lo que vayáis a comer». Y tú, y tus ojos como platos, respiras hondo y salivas. «Parece la madre de todos los banquetes», susurras, recordando aquello de pantagruélico (que nació de la mano del personaje de François Rabelais).
La cosa, eso sí, no quedó en el hiperbólico trozo de carne, que estaba gustoso y jugoso. La puntilla iba a llegar con un par de solomillos de cerdo a la brasa, en este caso, para comer y no parar. A pesar de lo ya devorado. Un solomillo fácil de comer. Tanto que –y más en este tiempo de ayuno– uno tiene la sensación de estar cometiendo pecado. Pecado carnal.
Los postres, llegados a este momento de excitación, fueron casi un bálsamo: fruta (con la piña incluida) y tartas diversas, pero sin demasiadas sorpresas. A todo caso, una de queso y chocolate. Eso sí, la guinda del pastel, la cafetera italiana, como la de antes, en mitad de la mesa. Con sus tacitas y demás. Para quien quiera infusión, timonet (y poco más). Un herbero para el final, helados, alguna golosina y la cuenta redonda: 25 euros por cabeza. Sí, un precio imbatible por un festival repleto de sorpresas, sabores, cercanía, guiños… Una experiencia gastronómica, al final, singular entre las paredes de una vieja carpintería. Esa que tiene la madera de lo amigable, raíces arraigadas al recetario tradicional y las brasas como hilo conductor de su fiesta particular.
LA FUSTERÍA
Local: Es impactante, divertido, sugerente; hasta nostálgico.
Sala: Amigable. Su baza, el desparpajo y la cercanía. Eso sí, todo es un poco anárquico.
Bodega: Limitada. No entra entre sus prioridades.
Cocina: Muy casera, tanto que te da la sensación de estar en casa. Está rica. Lo mejor, las carnes y algún guiso (gazpachos).
Dirección: Avda. País Valencià, 40 (Cocentaina)
Menú: 25 euros (media)
Puntuación:♥♥♥♥♥