Jordi, bajo la piel de Merlín. Un Julio Verne llamado Joan. Josep y el alambique de las emociones. La generosidad de tres hermanos. Un tallarín de rodaballo. Un pato curado. El camarero venezolano. Un sumiller entregado. Un cabracho entronizado. Un libro viejo, la vida entre platos, seis horas en el Celler y …tic-toc, tic-toc… un ‘Erase una vez’.
El día después de saborear la vida en la casa de los Roca, leí en ‘El camino de Swann’: «en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí…». Subrayé la frase y dejé abierta la novela, una de las siete de ‘En Busca del Tiempo perdido’ de Marcel Proust, sobre la cama. Me tumbé, cerré los ojos y, como si el tiempo no hubiese pasado, comencé a revivir el festín de ese sábado tímidamente soleado en Girona. Lo reviví y, como pasa con la legendaria magdalena mojada en té, también me estremecí recordando el postre de Jordi que homenajea la obra de Proust. Un dulce sueño que sabía –no es metáfora– a papel añejo, a libro viejo y a galleta impregnada de niñez. Lo reviví –insisto–, me estremecí y, con mis pensamientos, comencé a escribir la crónica de seis horas en la nube del Celler. Las fábulas de un espía que escuchó, ante una mesa con tres rocas en su epicentro, la melodía de unos versos de Jacob Fijman: «Un árbol canta como un niño/ piadoso/ todo blanco de estrellas».
I. LA BIENVENIDA
Erase una vez un lugar llamado el Celler. El Celler de Can Roca. En su fachada, miles de jazmines desbordados. Entre ellos, seductoras ventanas que insinuaban lo que, tras el cristal, pasaba. Cocineros ataviados con largos y elegantes gorros se movían de un lado a otro dando cuerda a la maquinaria de un reloj que marcaba rotundo su tic-toc. Alquimias a espuertas, fantasías maridadas, un banquete con alas.
Como Alicia atravesando el espejo, me colé dentro de la maravillosa casa de comidas. En el recibidor, a mano izquierda, seguía colgando una tradicional caja de madera para el pescado. «Peix fresc», leí en uno de sus costados. Dentro de ella, entre azulada y gris, una hermosa sardina susurrando humildad. «Buenas tardes», me dijo serena antes de que Joan tomara la escena de la bienvenida. «Este año vengo más relajado», le dije al cocinero tras darle un abrazo. Hablamos un rato. Fugaz, como pasa el tiempo en el Celler. «¿Me acompaña?», preguntó un joven camarero vestido con un impoluto traje negro. «Aquí un espía», le dije a la mesa al llegar hasta ella, pasando la palma de la mano sobre su fino mantel. En el centro, tres piedras. Una por cada hermano. A mis espaldas, un bosque, su bosque, encerrado como un tesoro en una urna de cristal. A su sombra, me dejé llevar. «Todo blanco de estrellas». Como en el verso de Fijman.
II. LA BOLA DEL MUNDO
«El único modo de lograr lo imposible, es convenciéndose de que sí es posible», escribió Lewis Carroll, precisamente, en ‘A través del espejo’. Con este pensamiento entré en el mundo de los Roca. Sabía que ellos iban a convertir en realidad lo aparentemente increíble. Lo empezaron a demostrar pronto. Una esfera de la Tierra se posó, por arte de birlibirloque, sobre la mesa. A su alrededor flotaban pequeños -y delicados- bocados del mundo. Perú, Tailandia, Turquía… «Debes descubrir cuál de ellos representa a Japón», anunció Enrique, un ángel de la guarda en la sala. «Mueve la varilla al sitio correcto y tendrás premio». Lo hice. Se abrió el globo terráqueo y en su interior, sobre un cuarzo iluminado, brillaba un bola rellena de agua marina y caviar. Me la comí y sentí un tsunami interior que hizo naufragar mi paladar hasta islas desconocidas. Me creí Marco Polo. Un Phileas Fogg ante el mantel. Poco después descubrí que, en realidad, estaba bajo la piel de Lemuel Gulliver en el particular Lilliput gastronómico de los Roca. Donde bocados diminutos eran descomunales.
III APERITIVOS
Enrique es venezolano, aunque hace años que vive en España. Es joven y se le adivina futuro. Ahora, trabajando en la sala del Celler, es feliz. Se le ve. Dibuja de manera constante –como el gato de Chessire– una sonrisa amplia. Y una amabilidad extrema. Es de esa gente que hace especial la travesía. Esa en la que, como anuncié, me había convertido en Gulliver. «Sin duda están en lo cierto los filósofos cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación», cuenta el libro de Jonathan Swift.
La tribu de aperitivos del Celler es, por comparación, liliputiense a la vista pero enorme en el paladar. Encadenar los bocados desata el entusiasmo: un sándwich de fresa que sabe a rosa, una quisquilla en tartar digna de reverencia, un divertido bocadillo de calamar… La cúspide de lo mínimo inmensamente extraordinario la puso un salmón renacido en las manos del alquimista: su piel, el morro, la cresta, la ventresca, hueva, carrillera y hasta brandada. Una elegía al pez que nada contracorriente y libre. Como los Roca.
Una colección de haikus comestibles: una cucharada de callos ‘xiaolongbao’, su gamba marinada con vinagre de arroz, una estremecedora olivada hecha puro arte… Hasta sus primeros platos tras los aperitivos, siendo mínimos, eran descomunales: sus guisantes a la brasa; el tallo de lechuga con salsa de pistacho; los espárragos con garum… Como en el libro de Swift, pequeños bocados que me atraparon. Sí, era Lilliput.
CAP. IV. SECUENCIA DEL MAR
Fascinado con el inicio del viaje, me lancé a surcar los océanos de los Roca. «El mar es el vehículo de una existencia prodigiosa y sobrenatural. Es movimiento y amor, es el infinito hecho vida», se lee en ‘Veinte mil leguas de viaje submarino’. «Quizás Joan sea Julio Verne entre fogones», pensé buceando por la secuencia marina. La travesía me llevó hasta el mar de la ostra liofilizada (elegante en estética y en boca, con matices refinados de iodo, nuez, manzana verde, bergamota…); hasta las aguas excitantes de una memorable cigala (impresionante reinona a la brasa con salsa de ajoblanco y perejil); hasta la gran ola de caballa (que, como la de Kanagawa, me engulló entre el vapor del amontillado), y hasta el mundo submarino del tallarín de barriga de rodaballo (con un pil pil contundente y sedoso, que dio un zarpazo a mi corazón).
Era tal mi entusiasmo que naufragué, cual Robinson, y vi a mi alrededor un ravioli de piel de lenguado (una sirena) y un fascinante cabracho (Neptuno en la mesa) que lo acabó desbordando todo. «Se cocina durante sólo cinco minutos relleno de algas y anémonas», anunció Enrique. «Hemos vuelto a las piezas enteras», añadió Alex, sumiller. Otro ángel de la guarda en la sala que, a esas alturas, ya me había mimado tanto con su bodega (siguiendo el espíritu de Josep) que sus copas sabían a elixires.
CAP. V. EL RECESO
Naufragué, decía, como el personaje de Defoe. Como él en su isla desértica, necesité transitar por aquel lugar antes de que empezara la secuencia más carnívora. Dejé por un instante la mesa, las tres rocas y el bosque en la urna de cristal. Fui hasta la sala de máquinas. Allí pochaban fábulas. «Ésta es tu casa», me dijo uno de los jefes de cocina. Vestían chaquetillas blancas y delantales negros, con una R naranja de tres patas bordada en su corazón. Cerca de sus pálpitos, para mantener siempre viva la pasión. Esencia de familia.
Sus manos bailaban entre platos. Carnes, flores, salsas… Me encandiló el paisaje. La cocina hecha arte. Sensibilidad. Me hubiese gustado recitarles versos. Quizás otra vez de Fijman. Su poema ‘Alegría’: «Sones de llamas/ en el aire rosado;/ jadear de bosques y expansión de mares./ ¡La danza de la tierra!»/ ¡La sinfonización del universo!». El Celler hecho poesía. Alegría.
CAP VI. SECUENCIA DE LA CARNE
Al regresar, sobre la mesa esperaba, en tierra firme, una fábula de manitas de cerdo con ‘espardenyas’. Su historia de amor conquistó mi paladar. Suspiré enamorado. «Esto es un espectáculo», rumié relamiendo el plato. Pronto, queriendo conquistar el trono, saltaron tres mosqueteros de la pluma de Alejandro Dumas al mantel: un cochinillo, un pato y un pichón. El primero con col fermentada y ‘pilota’ (supremo); el segundo, un magret de pato curado y ahumado con naranja (un top), y el tercero, su pichón que llegó entero, entre mejorana, y que fue el golpe final antes de partir de la tierra al cielo. Allí donde esperaban dulces sueños. Y, en el fondo, el por qué de todo esto.
CAP. VII. SECUENCIA DULCE
Alex, el suministrador de elixires, tendió un alambre hasta las nubes. Con su mirada me vino a decir: «Siga subiendo, suba, le espera el universo de Jordi». Mientras trepaba, escuché entre fanfarrias: «¡cromatismo verde!». Un halo del frescor de la madrugada recorrió mi piel. Un hechizo que me convirtió en la sombra de Peter Pan: «Segunda estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer».
En el amanecer del pequeño de los Roca encontré un sublime licuado de pepino, crema de cardamomo, granizado de melón, manzana, grosella, hinojo… Me sentí tan afortunado como Aladino con su lámpara. Froté mi felicidad y de ella salió un cañón de flores que se posó sobre Girona. Era, en realidad, otro postre magistral.
En mitad del delirio, llegó el impacto. «Libro viejo», anunció Alex mientras servía un Colheita. «Es el plato más conceptual», advirtió. Enrique apareció sonriente con un pequeño frasco con cuentagotas. «Hemos elaborado esencia de libro viejo», susurró. Sólo escogen libros que huelen bien, contó. Me sobrecogió. Era el homenaje a la magdalena de Proust. Una oda a la memoria, un cántico al tiempo perdido. Nunca antes las fábulas palpitaron tan reales.
UN POSTRE MUY ESPECIAL
Este postre –helado de magdalena de limón, milhojas de galleta y esencia de libro viejo– demuestra que lo que se vive en el Celler es más que cocina. Hasta los cubiertos se estremecen. Es un hecho cultural. Diría que histórico.
CAP. VIII. LA SOBREMESA
Apareció su canto al chocolate. Y un carrito repleto de tentaciones que me recordaba a Willy Wonka diciendo: «todo en este salón es comestible, hasta yo soy comestible». En ese punto andaba en mi nube. Flotaba. Quizá, además de la alquimia culinaria, tenía culpa lo que había hecho Alex. Sus elixires descorchados: el Regnard Grand Cru Les Pruses 91 de Chablis, un palo cortado de Bodegas Alfonso, el Overnoy Savagnin 11 de Arboi Pupillin, un Mosel… ¡un fondillón de Poveda 1930! Cada sorbo era una historia ligada a cada fábula cocinada. Todo casaba. Las creaciones, las copas, las uvas… Los aromas a mar, a verdes, a libro viejo.
Alex Carlos Nolla es de Vinaròs. Lleva el oficio (el buen oficio) en las venas. Me acompañó durante todo el viaje con su maridaje. Y la aventura casi acabó con él en la sala de las tinajas. Las viejas tinajas de cristal. Allí los Roca dejan a la luz su magia líquida. Raíces y territorio. Aguardientes macerados para poner el punto y final a la fiesta. La última fábula hecha sorbo. Degusté su amaretto y me preparé. Se acercaba la despedida.
CAP IX. LOS ABRAZOS
Era cerca de las siete. Despuntaba el atardecer. Pitu Roca apareció de pronto. Venía de Escocia. Hablamos un buen tiempo del talento y de la gente de su casa. Su tremenda humildad, la honestidad de sus palabras y su verdad me hicieron soltar alguna lágrima. «Si algún día os puedo ayudar en algo, ya sabéis dónde estoy», mascullé, inocente. «Nunca se sabe», sonrió. Poco después me fotografié con Joan. «Ha sido un festín maravilloso», le dije con la mirada. A Jordi lo vi de reojo. A mis espaldas. Llevaba en sus manos un viejo ejemplar de las novelas de Marcel Proust. Daba a olfatear sus páginas a algunos de los comensales. Merlín con chaquetilla mostrando su tesoro.
CAP. X. LA DESPEDIDA
El aroma del libro era tan intenso que azuzó mi memoria. Tan intenso que me despertó de este sueño en el que revivía las fábulas devoradas el día antes en Can Roca. Abrí los ojos, cogí el ejemplar de ‘El Camino de Swann’ que dejé sobre la cama y retomé mi lectura donde había quedado. Saboreando aquella magdalena mojada con té… «Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria…». Entre líneas, apareció la sardina que me dio la bienvenida al Celler. Parafraseando a Carroll, me advirtió: «aún no he dado el último Tic de mi último Toc». Habrá que volver, suspiré.
Erase una vez un lugar llamado el Celler. El Celler de Can Roca.