Quique Dacosta dio alas a su equipo y su equipo ha puesto su restaurante de alta cocina en Valencia por las nubes. Platos que rozan la excelencia y que enloquecen la tradición con propuestas arriesgadas pero certeras y llenas de personalidad. Detrás de todo, un nombre propio a destacar: Luis Valls
I. POLVO DE MARIPOSAS
Acudí a El Poblet con Joan Margarit bajo el brazo. Hacia regusto a invierno en la ciudad. El poemario escogido también retumbaba gélido. ‘El primer frío. Poesía (1975-1995)’. En el restaurante de Quique Dacosta en Valencia todo parecía cálido. Como si la primavera se hubiese instalado en el local. Más sobrio, con su última reforma. Pero coqueto, al estilo de las cosas del chef afincado en Dénia.
Por azar di con versos de ‘Poética’. «Al ir tras la belleza estarás solo: / Si la encuentras, se desvanece y deja/ polvo de mariposas en los dedos». Durante toda la comida la belleza, en el más amplio sentido de la palabra, fue deslizándose por El Poblet. Quizás volando. Como mariposas. La belleza estética, pero por encima de ella, la belleza de los sabores equilibrados, de los relatos detrás de cada plato, de la frescura de Luis Valls, que ha hecho florecer su cocina en medio de ese inmenso valle que es el mundo creativo de su jefe, de Dacosta. La belleza de la ilusión por un proyecto, que creen y viven quienes están implicados en él. Desde la directora Manuela Romeralo a quienes trabajan en la cocina limpiando platos. De Ana y Hernán en la sala a Maite, de baja maternal.
El proyecto de El Poblet está más sólido que nunca, tiene personalidad propia más allá de las influencias de Dénia y, por encima de todo ello, seduce, atrapa, gusta, hace disfrutar… Y es coherente. Por eso, merecía esa segunda estrella que le Dacosta se trajo bordada en un chaquetilla desde Sevilla. Por eso y mucho más. Trabajo, trabajo y trabajo.
«Me gusta porque está el mundo de Quique, su forma de hacer y trabajar entre lo sublime y lo perfecto; pero a la vez, está la pasión y la impronta de Luis Valls, su nervio, la sutil imperfección que da credibilidad a todo», pensé mientras marcaba páginas del libro de Margarit y veía, polvo de mariposas en mis dedos. Ese que se desprendía de estos platos:
Abre brecha el menú con tres tipos de panes muy valencianos:_pataqueta recién horneada, pan de aceite y rosquilleta. Y, además, un hilillo de aceite Lágrima. Al instante, aparece Luis Valls ganándote ya de golpe con su bandeja de embutidos que bien merecerían una historia propia. (Lo dejamos en el cajón). Como adelanto, decir que es una revisión de elaboraciones tradicionales. Una reinterpretación siempre mirando de frente al territorio: fuet de conejo (tan nuestro, en la paella o ‘espatarrat’); longaniza de pascua de pato (intensa y muy rica); lomo embuchado de caballo (carne tan arraigada en la Comunitat y que aún cuenta con carnicerías especializadas en Valencia y varias localidades) y su sobrasada de figatell, blanquet y pimentón agridulce de la Vera (traído del pueblo de Quique Dacosta). Espectáculo.
Son tres bocados, pero a la vez tres destellos. Empieza con el salpicón mediterráneo en el que el mejillón y el erizo mandan en una refrescante propuesta; juguetea contigo con un delicioso mochi de cangrejo azul e hinojo marino, que es muy sabroso y casa a la perfección con el sake –muy suave, elegante, de 15 grados tan solo– que me sirvió Hernán, y remata la trilogía con una interesante esfera de queso –un queso llamado luna mora, de Altura– que estalla en boca e impregna todo el paladar de los sabores de campo, de pastos. Una especie de luna gris creada con una técnica especialmente mimada –es increíble el crujiente y el corazón líquido– y una estética absolutamente seductora.
Platazo. Estéticamente podría ser hasta un centro de mesa. Un buqué de hierbas silvestres que transmiten un frescor absoluto y donde todas ellas aportan algo; unas láminas de pescado, de una sutileza fantástica, y una salsa de piparras exquisita que aúna todo. Un plato equilibrado, muy redondo, refrescante, apetitoso. Para repetir una y otra vez.
Llegó entonces ella, la coliflor que escondía a la anguila, en una emulsión que parecía un mar suave, sedoso e intenso. Todo a la vez. Coronado por una cucharada de caviar que revolucionaba cada bocado de esta creación con tintes de magistral. De esos platos para enmarcar. Sin duda, de lo mejor que me deja el año. La belleza de la exquisitez que se aúna en una elaboración donde hay: técnica a raudales, territorio por todos los lados (huerta y humedales, coliflor y anguila) y una estética increíble jugando con el cromatismo de los blancos, creando en si una hermosísima flor. Impresionante.
Otra locura. Un plato que juega con todos los sentidos: los aromas, las texturas y los dulces del ‘arrop’ tontean con la maravillosa melosidad de foie y los puntazos de brasa y horno de la piel del boniato. Esa piel que, además, rompe con sus toques crujientes la armonía del platazo. Al final, un espectáculo redondo, muy equilibrado, que te acaba fascinando. Que se desvanece en la boca. Sí, polvo de mariposas en los dedos.
Un bocado breve, pero intenso. O eso parece a simple vista. Porque en realidad es más que la breve explosión que produce comerte este ravioli hecho con la propia sepia en la que todos sus interiores aparecen con una exagerada limpieza en el paladar. Sepia bruta vestida con una elegancia extraordinaria. Una sepia con tacones de Prada y un kimono que podría diseñar el propio Kenzo.
De nuevo, el cielo. De nuevo, la gloria. Y de nuevo, un plato que merece, un rato de mecedora y reflexión para saborearlo con tiempo, meditarlo con sosiego, como se meditan los guisos al fuego. Es sencillamente maravilloso. Otro de los bocados del año: Luis Valls dentro de él, el paisaje que le rodea, la tradición pasada por el prisma de un restaurante que se ha convertido en una caja de sorpresas. Que te va subiendo y subiendo arriba. Imperdonable no probarlo. A mí, me tiene conquistado. Siempre me acabo enamorando. Hay motivos.
La emoción culinaria se mantiene viva toda la comida. Quizá hay un instante en que se desborda. Cuando Luis Valls llega con una escorpa guisada en su jugo y la va despiezando: primero pruebas sus carrilleras, después su parpatana que saboreas con tus dedos y la gozas, y rematas con el lomo del pescado y su jugo emulsionado con mantequilla de azafrán de Ontinyent y napicol. «En casa de mi abuela nos peleábamos todos por la cabeza del pescado; esto es como un homenaje a ello», contó. Y sí, se nota la ilusión, el ensueño, la pasión… Hermoso y nostálgico baile con una escorpa.
Una fascinante (otra) propuesta con el sello de casa; los arroces de Quique son inconfundibles. Intensidad a raudales, guisote en el fondo, frescura en los brotes de remolacha, crujientes (dulzones) en sus escamas que rematan la creación. Una vez más, la belleza emplatada.
A mí, el pato me encanta. Quizás, para mi gusto un poco menos hecho. Va por gustos, claro. Pero que te sirvan el pato así es maravilloso. Limpio. Sin más. No necesita nada. Sólo dejar que sus carnes te susurren los sonidos de la Albufera.
Un postre que me recordó mucho las propuestas de Quique. Elegante, sabroso. Despidiendo su temporada. «Ahora ya ando con la calabaza», me dijo Luis. En su catálogo quedará un gran postre: meloso, sabores de queso untuoso, el higo, el final del verano. El inicio del frío.
Divertido, intenso, muy logrado. Hay ron, especias, limón, café…. Un seis doble para terminar lo que fue una comida mágica. Un seis doble con el que me ganó la partida. Fuego por todos los lados. Guiños. Equilibrios, la calle y el paisaje, la experiencia personal de Luis y de Quique. Valencia, el cielo con estrellas. El Poblet. «Yo y la ciudad somos el mismo polvo dorado de la tarde», me susurró un poema de Margarit en ‘Conversación en Alejandría’. Polvo de estrellas. Y mariposas.
II. UN EQUIPO QUE VALE DOS ESTRELLAS
Cuando sonó sobre el escenario el nombre de El Poblet, Quique Dacosta subió, cogió la chaquetilla con los dos macarons bordados y dijo: «Esta chaquetilla no me la voy a poner porque es de Luis Valls y todo su equipo». Y ese equipo, pilotado en la cocina por Luis Valls, por Teresa Pérez Tapia en la sala y Manuela Romeralo en la dirección, está formado por muchos otros rostros. Nombres propios, la mayoría jóvenes, que viven con pasión su profesión. En la sala y en la cocina. Hernán Menno, Ana, Fabio Legori… Un equipo que vive su día a día con intensidad. Y con ilusión. Eso se nota y tiene su premio. Sus dos estrellas.
La misma historia, desde otro punto de vista.
«Hoy, al llegar la edad del frío/ –la edad de valorar los libros ya leídos / y las calles tranquilas– la luz del patio cae con tristeza / en cada ventanal». Lo escribe Joan Margarit en su poema ‘La Oscura Melancolía de Robinsón Crusoe’ (Colección Visor). Y quizás, al leerlo, te hace sentirte un poco náufrago, a la deriva, pero a la vez un superviviente en mitad de una ciudad tan bulliciosa como vana, tan multitudinaria como solitaria. Una ciudad con mil ciudades. Tantas como sus habitantes.
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Me llevé al flamante premio Cervantes un gélido sábado a comer. Fuimos a El Poblet. Cara a cara. Él se vino comprimido en un poemario que tenía hace ya un puñado de lustros. ‘El primer frío’ se titula la obra. Treinta años de poesías (1975-1995). En la mesa, en una conversación en la que los versos del poeta se maridaban con delicados vinos servidos por un joven sumiller llamado Hernán, fui apoderándome de sus poesías, haciendo justicia a lo que él predica: «De los poemas me apropié/ como si fuesen sombras de ciprés, / o el resplandor del cielo en la ventana» (De ‘Poetas’).
Sirvieron los peculiares embutidos que Luis Valls y su equipo elabora a base de carne de conejo, caballo y pato. Me sentí afortunado. Una especie de loco solitario, con un poemario y un restaurante lleno como única compañía. Fui probando de puntillas cada bocado que me servían. Los versos se mezclaban entre salsas, hierbas silvestres, platos con anguilas que se habían transformado en pura poesía culinaria. Como si la palabra se hiciera carne y la carne, verso. «He puesto rosas rojas en el umbral/ de esta casa vacía donde he estado esperándote» (Ideal).•
La soledad, en realidad, se hace añicos cuando te acompaña un buen libro. Y una buena comida es como un cálido abrazo que combate el frío del vacío. La soledad, esa que rompe almas y que se filtra por las vidas cuando el tiempo deshilacha los días, puede quedar en barbecho cuando invitas a tu mesa a Brines, a Rossi, a Pinter. Todo depende del momento. Cada soledad tiene su compañía. Como cada guiso. Unas lentejas se comparten; una sopa de ajo es para encerrarte. Los platos de El Poblet se reflexionan y son sublimes como el Cervantes. Los calderos de la niñez son entrañables y melancólicos, como las cucharadas escritas por Gloria Fuertes. Cada vacío tiene su luz, su plato, su verso, un beso.
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