Por la mesa rezuman palabras, se desnuda la estética, se tambalea la ética. En ella, se cierran negocios y gozos. Se declaran amores y se diseñan traiciones. Pero, sobre todo, se practican seductores y peligrosos juegos de mantel. Juegos que te acaban haciendo caer en su red: platos y bocados que a veces son sublimes creaciones y a veces meros fiascos; que a veces son excitantes y a veces malas copias de parásitos; que a veces son fantasías emplatadas y a veces, sencillamente teatro. Confusión. Farsa. Puturrú de Fuá
Los mejores momentos, las celebraciones más intensas, los amigos y los recuerdos se acoplan sobre ella. Mesas abrigadas por profesionales (o no), por camareros, cocineros, aliados del vino y de los cuentos. Mesas lujosas, humildes, grandiosas, solitarias o discretas. Cojas y pesadas. Mesas. A veces tan poderosas que acaban siendo peligrosas. Adictivas, obsesivas. Como el imán que portaba Melquiades al entrar en Macondo, que lo atraía todo. Si te acercas a ellas, ya no las dejas. Droga dura.
– Informe Cooking: La Mesa √-
Del lat. mensa.
f. Mueble compuesto de un tablero horizontal liso y sostenido a la altura conveniente, generalmente por una o varias patas, para diferentes usos, como escribir, comer, etc
La mafia se sentaba en la mesa. Lo escribió Jacques Kermoal en un más que recomendable libro.
«Durante los doce años que pasé en Italia aprendí que la historia de la Mafia está estrechamente vinculada a la historia de la gastronomía siciliana…» (‘La mafia se sienta en la mesa’. Ed. Tusquets)
En realidad todos nos sentamos ante la mesa. La mafia, los políticos, los currantes natos y los no tanto. Los niños, los locos, los borrachos, los invisibles, los espías medio calvos, los críticos resabiados. Todos.
«Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas» (‘Cien años de soledad’. G. García Márquez).
Todos acabamos ante ella. A veces para comer. Las más. Y para beber. Muchas. Otras sólo para hablar. Incluso para escuchar. Comer, beber, hablar… Y hasta soñar. O todo a la vez. Sin embargo, ella -con cuatro patas y un mantel- esconde mucho más. Su poder es inmenso. Puede ser, incluso, descomunal cuando sobre su piel danzan lozas con viandas, teteras con magia o finas copas con olorosos o vinos de gloriosas añadas.
La mesa con mantel suele ser antesala de la felicidad. Nos enloquece a todos -o casi todos-. Algunos, hasta llegar a ser una obsesión: esos locos en su salsa que creen que el plato le cuenta cosas, que sus ingredientes susurran viajes, que el cocinero fluye entre texturas y aromas… La mesa convertida en escaparate de alquimias. Altar de la felicidad.
I. En la mesa…
José Antonio Navarrete, Paco Teuler o Ricardo Gadea. Alberto Redrado, Ismael Álvarez o Yvonne Arcidiacono. Ellos seis lo saben. Ellos y muchos otros. Son de esa gente que llenan las mesas de historias aparentemente escondidas. En una botella de vino, en un plato, en el filo de un cuchillo. Navarrete con Quique Dacosta; Paco en su Ca l’Angels; Ricardo en el templo de Askua…
Ricardo es de esa gente con la que vale la pena compartir mesa. O dejar que se arrime a ella. Siempre a su lado saldrás con una experiencia de vida colgando, con una visita a algún restaurante obligada o con algún libro que leer… Por ejemplo, de Houellebecq. Michael
«La alegría es una emoción intensa y profunda (…); se puede comparar con la embriaguez, con el arrebato, con el éxtasis» ‘Las partículas elementales’. Michel Houellebecq
Redrado es la pasión de vino, la sabiduría. Escucharlo desde la mesa es meter la cabeza en una clase de filosofía de vida. Ismael Álvarez en Nerua te cuenta los vinos convertidos en cuentos… “Vamos a probar cosas punkys”, me dijo la última vez que estuve con él. Y en Apicius, Yvonne te susurra la vida, la sencilla, la cercana… Te pone ante el espejo.
La palabra, en efecto, es el nexo de unión de lo que acontece en las mesas: entre los que están sentadas ante ellas, entre quien las sirve y las disfruta, entre los platos y el paladar. Una mesa sin palabras no tiene patas.
Hay una mesa grande para todos los brazos
y una silla que gira cuando quiero escaparme.De ‘Angelus’ de Mario Benedetti.
II. Alrededor de la mesa…
Las mesas sin palabras, te decía, es como si no tuvieran patas. Sin mimos, son almas errantes. Quien se encarga de ello, de acariciarlas, debe tener vocación de servicio. Quizás también de sacrifico. (O sin quizás). Cuando se hace porque realmente se ama ese trabajo, los frutos son extraordinarios. Me explico: el camarero que quiere serlo, que disfruta de su trabajo, que lo vive, acaba repartiendo tales dosis de felicidad que hace increíble la experiencia del comensal. Más allá de la ‘magia culinaria’, que es otra historia.
Abel Valverde en SantCeloni es la mejor muestra de profesionalidad que puede existir en este país. Nadie como él para entender que es eso de mimar la mesa. Es el maitre por excelencia. El maestro de tantos. Leer su ‘Host’ te da pista sobre ello. Un manual imprescindible para entender que es eso de la vocación y de la generosidad a la hora de cuidar la mesa.
Ellos, el equipo de SantCeloni, tiene varias mesas muy mimadas. La de sus clientes, evidentemente. La de la tabla de quesos, que es sublime. Y esa mesa ajada que habla de quiénes son, de dónde vienen… que habla de Can Fabes y de Santi Santamaría. Ahora, sobre ella, nostalgias y esencias. Hogazas de pan y vida.
Te hablaba de Abel, como profesional de los mimos. Aunque encuentras profesionales por todos los lados. Recuerdo a Carlos Peris. Transmitía felicidad en Ricard Camarena. Era esa gente que acaba cimentando complicidades. O recuerdo a Iván, en plaza Segovia. Bar de barrio. Te prepara un cremaet con entusiasmo, pero sobre todo te hace tu estancia allí fácil, cómoda, con una sonrisa en los labios… Recuerdo a Paco Guillén en Paraiso Travel, que intenta entregarse con cada comensal. O a todo el personal de Rausell, empezando por los dos hermanos José y Miguel, que siempre son una impresionante lección de profesionalidad. De mimos a la mesa. De servicio. Y de sacrificio. Unos y otros, gente que vale la pena. Auténtica. Como sus mesas.
Aunque dicho todo esto, el gran maestro en estas cuestiones siempre ha sido Didier Fertilati. Siempre me pareció -me parece- el mejor. Así lo siento. La justa medida de todo. Hasta de afectividad. Esa que con los años, a medida que lo conocías, iba creciendo. Didier el grande. El de las corbatas inacabables…
En el fondo, todos ellos son como nuestras madres. Las madres del bar o del restaurante. Las que te dicen: “prueba esto o esto… te recomiendo tal”. De hecho, las madres son, especialmente, las mejores camareras y cocineras. No por los resultados -que como bien me dijo un día Ferran Adrià, si eso fuera así sería un fracaso para ellos, que son los profesionales-. Son las mejores por las buenas intenciones, por la pasión, por su transmitir amor… A través del servicio, de colocar las cosas en la mesa, de acariciar lo que va a dar de comer a su hijo.
Las madres y la mesa. Una hermosa historia que han revivido este agosto en Ezcarray, gracias a ese empeño de un tipo especial y al que admiro como es Francis Paniego. ¡Qué pena no haber podido estar allí! Aquí, me conformo -que no es poco- de disfrutar de tanto en tanto, de una mesa con la madre de la gastronomía valenciana. O así me gusta verla. Una de esas madres de la gastronomía que me robó el alma. Admiración, respeto, cariño… Por Loles Salvador. Y lo suyos.
III. Sobre la mesa…
Mis últimas lágrimas en una mesa (por cosas del comer) fueron este verano ante unas pochas. Las firmó Josean Alija. En Nerua (una de mis debilidades gastronómicas más sinceras; de las que te pone en crisis lo que vives en otras mesas). Eran unas pochas con una vinagreta que me conectaban con las que comí allí mismo hace dos años y que, a la vez, eran una pasarela hacia recuerdos, infancias, momentos entrañables… No sé por qué, pero era de esos platos que te susurran en el interior. (Me dilapiden los que me tachan de cursi, por favor).
Esa emoción de la que hablamos, ese viaje interior repleto de relatos, la vivo de manera constante en mesas que transmiten sinceridad, despojadas de lujos innecesarios y ambientes sofisticados. Lugares que son templo de entusiasmos que se vive plato tras plato. Me pasa, por cuestión de cercanía, siempre en l’Escaleta. Un lugar donde lo difícil es no quedar atrapado por el relato de los platos: sabores intensos, montaña cocinada, temperamento de los bocados. Platos que te rasgan. Como su guiso de crestas. En realidad, un gazpacho de crestas impresionante. Memorable. De los que te levantan de la mesa… (Ya que estamos hablando de ellas).
Me pasa, al tiempo, en ese otro restaurante que es ya uno de esos lugares a los que nunca -siempre que pueda- renunciaré a ir. Al contrario. Es de esos que me enganchó y no me suelta. Bon Amb es puro relato culinario a través de sus platos: historias del lugar cocinadas, raíces que dan sus frutos, reflexiones que se palpan. Cada elaboración es un mundo. Trepidante mundo. Como ese pato maravilloso con una farsa más que fascinante que me robó el alma. O ese plato marinero que es mar, el océano entero: ‘papardeles marinos’. Otra vez, Alberto Ferruz haciendo que la mesa sea un lugar maravilloso en el que perderse.
IV. Más allá de la mesa…
Lo que hace Josean en Nerua; Kiko Moya en L’Escaleta; Alberto Ferruz en Bon Amb… es además de escribir relatos con sus platos sobre la mesa, mostrarte los paisajes que le rodean. La mesa -con mantel- es de hecho un compendio de paisajes maravillosos que te comes, al tiempo que los puedes observar alrededor de la ventana. Me ocurre también en Casa Manolo, por ejemplo. Ves el mar desde su mesa y lo engulles…
Camarena te trae a la mesa el territorio pasado por el tamiz de su cocina. Duerme la huerta para despertarla en una nueva vida en la que aflora el alma de las cosas: de un tomate, de una alcachofa, de pequeñas cebollas, flores de calabacín… Su colatura de anchoas es paisaje, historia, relato. Su cocina es su pasado, sus días entre los bancales de su abuelo por Barx, su gente, su experiencia, lo vivido.
Todo ese mundo interior, que a la vez es el mundo de quien se sienta en sus mesas, estalla en sus propuestas. Ya sea en su restaurante gastronómico, ya sea en su Canalla. Una quisquilla mimada, un pastrami sublime, una de sus cocas que no lo son -ni coca ni pizza- de su nuevo proyecto… CocaLoka. Todo es efervescente en su mundo gastronómico: crece, sube, se multiplica… Un paisaje sin fronteras. Mesas sin más límite que su imaginación y la de los suyos. Un campo de alcachofas. La vida.
Pep Romany en Dénia, en su Pont Sec, es otro exponente de esa gente que logra llevar a la mesa el territorio. Su cocina, sus cocas sobre la mesa, no son solo mensajes descifrados del ADN de nuestra cultura gastronómica; son parte de un discurso, de una manera de entender la vida. Pep Romany es un erudito buscador de esencias. Compartir con él, y con su mujer, Anna, mesa es uno de esos grandes placeres que te puede regalar la andadura gastronómica.
Cada mesa, en cualquier caso, esconde algo. Una peculiaridad. Por ejemplo, la mesa de Casa Manolo, de Manuel Alonso, además del paisaje que te decía, refleja seducción. Lo hace con su estética, con su delicadeza, con sus tonalidades casi marinas -relajantes- de sus platos… Una gamba que casi flota en la espuma de mar. Pura sensibilidad.
V. La mesa es…
Esos mimos, esas ganas de darlo todo, ese paisaje, el relato… todo ello que hace de la mesa con mantel toda una fiesta, puede hacer que la experiencia sea algo tan extraordinario que, incluso, te parezca quimérico. Una fábula. Un sueño.
Me pasó la primera vez que estuve ante una mesa orquestada por Quique Dacosta. Y me ha seguido pasando siempre que las he vuelto a visitar. Él es, sin dudarlo, quien mejor logra hacer de un plato una historia fantástica. Un arroz entre cenizas, un queso que es servilleta, una gamba bajo el celofán, los salazones tratados como joyas, -que mima un exquisito Giovanni-, un tomate que estalle en el plato… Y te hace ser un poquito Tim Burton, golpeando, jugando, saboreando.
Imagen cedida por Dacosta. Autor Pelut i Pelat.
Dacosta es cocinero. Pero además, es artista, y creador, y un soñador. Y es además un tipo con una personalidad arrolladora, que deja patente su presencia en cualquier lugar, que ama su mar y a su luna, que tiene su vida tatuada en sus muñecas, que salta de aquí a allá y te hace saltar. Por eso, sus mesas tienen un hechizo especial. Desbordante. Un huracán de sensaciones que te atrapan. Un huevo milenario, una rosa que no lo es, un almendro en flor por el que hay que trepar… Dacosta en sus mesas te pone alas y te hace volar. Eso es así. Insdiscutiblemente así. Al menos, para mí.
VI. Por todo esto y muchos más…las mesas son
Las mesas llegan pues, como entenderás, a ser adictivas. Aquí está el peligro. La dureza, la realidad. Quiero volver a La Salita, quiero ir a Miramar, me gustaría sentarme en Pepe Solla, regresar al Noor de Paco Morales (que me mostró el camino a seguir con unos champiñones secados al sol). Quiero chapotear una vez más en Aponiente, estrenarme en La Terraza de un grande como es Paco Roncero -al que debo ir ya-; quiero sentarme en La Tasquita de Enfrente y escuchar a Juanjo López pensar. A Baga, Etxebarri y tantos más. Quiero, pero no puedo.
—¿Dónde está el límite?
El mío, en mi tiempo y en mi cartera. Y más allá de ello, en realmente llegar a disfrutar de ellas. Disfrutar de las mesas. De la gastronomía. Cuando dejas de hacerlo, se rompió el principal objetivo de esto: ser libre y disfrutar.
Librtad de volver cuando puedas y quieras a esos sitios que ya adoras o tienes que descubrir. Libertad para volver a Fierro, de los buenos y queridos Germán y Carito; al bar de tu pueblo, el Ideal, a tomar albondiguetes d’aladroc, carxofetes i sang. Volver a pintar mesas en Lienzo, y disfrutar de la compañía de Bernd en el Riff -donde siempre aprender y crecer-.
Libertad como la que sientes en una mesa junto a Joaquin Schmidt, en una mesa en casa de Natxo Selles (de quien pronto te hablaré), una mesa única -irrepetible, insuperable…- en el Celler de Can Roca (donde más feliz he sido, sin duda y no sólo por comer, sino porque ellos representan lo que la cocina y la vida debe ser). Una mesa con Dabiz, una mesa para tres, un almuerzo en solitario, un reencuentro con Nazario, un mantel con un arroz de Toni Boix, en el Lavoe que me fascinó… Libertad para seguir conquistando y disfrutando de mesas. Poderosas. Seductoras, adictivas, peligrosas.
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